Alejandro Magno, Constantino y el Auge del Cristianismo en el Imperio Romano

Alejandro Magno: Conquista y Legado

Alejandro nació en Pela, antigua capital de Macedonia; era hijo de Filipo II y de Olimpia, princesa de Epiro. Aristóteles fue su tutor. En el verano del año 336 a. C., Filipo fue asesinado y Alejandro ascendió al trono de Macedonia como Alejandro III.

Filipo lo preparó en muchas formas para que asumiera el reinado y, de hecho, en la importante batalla de Queronea le dio el mando de la caballería. Después del asesinato de su padre, Alejandro actuó rápidamente para hacer valer su autoridad, asegurar las fronteras de Macedonia y disolver una rebelión en Grecia. Después puso su atención en el sueño de su padre: la invasión al Imperio Persa. Alejandro comenzó su guerra con Persia la primavera del 334 a. C. al cruzar el Helesponto con unos 365.000 hombres de Macedonia y de toda Grecia. Sus oficiales jefes eran todos Macedonios, incluidos Antígono, Tolomeo y Seleuco. En el río Gránico, cerca de la antigua ciudad de Troya, atacó a un ejército de 40.000 persas y griegos hoplitas (mercenarios). Sus fuerzas derrotaron al enemigo. Después de esta batalla toda Asia se rindió.

Alejandro Magno continuó avanzando hacia el sur y se encontró con el ejército principal persa, bajo el mando de Darío III, en Isos, en el noreste de Siria. La batalla de Isos, en el año 333 a. C., terminó con una gran victoria de Alejandro. Aunque cortó la retirada, Darío huyó. Tiro, un puerto marítimo muy fortificado, ofreció una resistencia obstinada, pero Alejandro lo tomó por asalto en el 332 a. C. después de un asedio de siete meses.

Seguidamente, Alejandro capturó Gaza y después pasó a Egipto donde fue concebido como libertador. Estos acontecimientos facilitaron el control de toda la línea costera del Mediterráneo. Más tarde, en el 332 a. C., fundó en la desembocadura del río Nilo la ciudad de Alejandría, que se convirtió en el centro literario, científico y comercial del mundo griego. Cirene, la capital del antiguo reino de Cirenaica, en el norte de África, se rindió a Alejandro en el 331 a. C., extendiendo sus dominios a todo el territorio de Cartago.

Alejandro siguió hacia el norte, reorganizó sus fuerzas en Tiro y salió hacia Babilonia. Cruzó los ríos Éufrates y Tigris y se encontró con Darío al frente del ejército persa, derrota devastadora en la batalla de Arbela el 1 de octubre del 331 a. C. Darío huyó. También Babilonia se rindió después de la batalla de Gaugamela, y la ciudad de Susa fue conquistada. Más tarde, hacia mitad del invierno, se dirigió a Persépolis, la capital de Persia. Después de robar los tesoros reales y apropiarse de un rico botín, quemó la ciudad, lo cual completó la destrucción del antiguo Imperio persa. El dominio de Alejandro se extendía a lo largo y ancho de la orilla sur del mar Caspio incluyendo las actuales Afganistán y Beluchistán, y hacia el norte a Bactriana y Sogdiana, el actual Turkestán ruso, también conocido como Asia central. Sólo le llevó tres años, desde la primavera del 330 a. C. hasta la primavera del 327 a. C., dominar esta vasta zona.

Llegó a Babilonia en la primavera del 323 a. C., pero en junio contrajo fiebres y murió. Dejó su Imperio, según sus propias palabras, a los más fuertes; este ambiguo testamento provocó terribles luchas internas durante medio siglo.

Constantino I: El Emperador Cristiano

Constantino, hijo de un militar al servicio de Diocleciano, Constancio Cloro, y de una sirvienta llamada Elena, nació en Nassius. Fue proclamado emperador a la muerte de su padre.

Constantino I el Grande fue el primer emperador romano convertido al cristianismo. Cuando estuvo solo al frente de Roma consolidó las reformas de Diocleciano, aún aceptando que fue el principal responsable del derrumbamiento de la Tetrarquía, debido a sus ambiciones personales. En cuanto al ejército dio mayor importancia a la caballería, tanto en número como en la parte estratégica. Mediante el Edicto de Milán decretó el fin de las persecuciones contra los cristianos y la devolución a éstos de los bienes expropiados. Aunque no convirtió al cristianismo en religión oficial del Estado, se sabe que concedió importantes privilegios y donaciones a la Iglesia, apoyando la construcción de grandes templos y dando preferencia a los cristianos a la hora de seleccionar a sus colaboradores. Constantino reconstruyó y amplió la ciudad griega de Bizancio, a la que cambió el nombre por el de Constantinopla y convirtiéndola en la capital cristiana del Imperio, en sustitución de Roma, símbolo del paganismo.

Tras haber derrotado a los godos, Constantino fallece cerca de Nicomedia, mientras preparaba una campaña contra los persas.

Constantino prefería la compañía de los obispos cristianos a los que invitaba con frecuencia y les permitía el uso del sistema de correos imperial.

En lo político podemos decir que Constantino transformó los Senados de Roma y Constantinopla en Asambleas representativas meramente municipales, reforzó el ejército, la policía y los servicios de información, reestructuró la Administración en un sentido centralista, desarrollando una burocracia jerárquicamente organizada a las órdenes de un Consejo de la Corona.

El Imperio Cristiano

El cristianismo comenzó como un movimiento religioso dentro del judaísmo y así lo consideraron las autoridades romanas durante muchas décadas.

La tradición nos dice que Pedro, uno de los discípulos de Cristo, fundó la iglesia cristiana en Roma. La Iglesia está cimentada sobre el Apóstol Pedro, a quien Jesucristo prometió: y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Otro personaje importante en los primeros tiempos fue Pablo de Tarso que se acercó a los no judíos y transformó el cristianismo en un movimiento religioso más amplio. Pablo creía que el mensaje de Cristo debería ser predicado también a los gentiles, a los no judíos. Fue pionero en la fundación de comunidades cristianas a todo lo largo de Asia Menor y en las costas del mar Egeo. Enseñó que Cristo era el hijo de Dios, que había venido a la Tierra para salvar a todos los seres humanos y con su muerte, Cristo había expiado los pecados de la humanidad y había hecho posible que todos los hombres y mujeres experimentaran un nuevo comienzo con la posibilidad de la salvación personal. Al principio, el cristianismo se propagó con lentitud. Pablo escribió una serie de cartas, o epístolas, que delineaban las creencias cristianas en diferentes comunidades. En el año 49 se constituye el Concilio de Jerusalén, donde Pablo y Bernabé dan testimonio de las maravillas que Dios había obrado en las iglesias de la gentilidad y Pedro habló en defensa de la libertad de los cristianos en relación con las observancias legales de los judíos. Los grandes propulsores de la expansión del Cristianismo fueron los Apóstoles. Pedro, al marchar de Palestina, se estableció en Antioquía, donde existía una importante comunidad cristiana. Pero su destino definitivo sería Roma, capital del Imperio, de cuya Iglesia fue primer obispo. En Roma, Pedro sufrió martirio en la persecución desencadenada por el emperador Nerón.

Juan, luego de una larga permanencia en Palestina, se trasladó a Éfeso, donde vivió muchos años más, circunstancia ésta por la cual las iglesias de Asia le consideraron como su propio Apóstol. Viejas tradiciones hablan de las actividades apostólicas de Santiago el Mayor en España, de Tomás en la India y del Evangelista Marcos en Alejandría. Pablo fue el Apóstol de las Gentes y sus viajes misionales llevaron el Evangelio por Asia Menor y Grecia, donde fundó y dirigió numerosas iglesias. Preso en Jerusalén, su largo cautiverio le dio ocasión de dar testimonio de Cristo ante el Sanedrín, los gobernadores romanos y el rey Agripa II. Conducido a Roma, fue puesto en libertad por el tribunal del César, y es probable que entonces realizara un viaje misional a España. Preso por segunda vez, Pablo sufrió otro juicio, fue condenado y murió mártir.

A pesar de que algunos de los valores fundamentales del cristianismo diferían marcadamente de los del mundo greco-romano, al principio los romanos no prestaron mucha atención a los cristianos y fue la propia estructura del Imperio Romano que ayudó al crecimiento del cristianismo.

Según pasaba el tiempo, muchos romanos llegaron a considerar el cristianismo peligroso para el orden del estado romano y comenzaron las persecuciones. Los cristianos no aceptaban a otros dioses, no asistían a los festivales públicos y se rehusaban a participar en la adoración de los dioses del estado y en el culto imperial. Las persecuciones esporádicas de los cristianos por parte de los romanos en los siglos primero y segundo no pudieron detener el crecimiento del cristianismo. Al contrario, sirvió para fortalecer el cristianismo como institución en los siglos tercero y cuarto, causa de que cambiara su débil estructura del primer siglo, y avanzara hacia una más centralizada organización de sus diversas comunidades eclesiales. La primera persecución comienza durante el reinado de Nerón, quien habiendo provocado un incendio que destruye gran parte de Roma, acusa a los cristianos de ser los autores y los somete a atroces muertes en Roma. En el siglo III, el emperador Decio culpó a los cristianos de los desastres que asolaron a Roma, ordenó a todos los habitantes del Imperio a presentarse ante sus magistrados locales y ofrecer sacrificios a los dioses romanos. Los cristianos se negaron y fueron muchos los mártires. La última gran persecución la ordenó Diocleciano a comienzos del siglo IV, pero el cristianismo ya se había fortalecido mucho y la mayoría de los paganos había aceptado la existencia del cristianismo. El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo cuando reina el emperador Constantino quien promulga el llamado Edicto de Milán por el que oficialmente se toleraba la existencia del cristianismo. Durante el reinado del emperador Teodosio el Grande, el cristianismo fue declarado la religión oficial del Imperio Romano y los líderes cristianos utilizaron su influencia para proscribir las prácticas religiosas paganas.

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