Unificación Alemana
En el siglo XIX, Alemania estaba fraccionada en 36 estados. El principal obstáculo para su unidad era la rivalidad entre las dos potencias germánicas: Prusia y Austria. Prusia lideró el proceso de unificación y potenció una unión aduanera que agrupaba a los estados alemanes, exceptuando a Austria. El avance del nacionalismo en Europa se evidenció en las revoluciones de 1848, cuando el parlamento reunido en Fráncfort ofreció la corona de una Alemania unificada al rey de Prusia, Federico Guillermo IV. Sin embargo, este la rechazó. Desde aquel momento, Prusia optó por la vía militar para conseguir la unificación alemana. Así, Otto von Bismarck, canciller de Prusia, dirigió victoriosas guerras, una contra Austria (1866) y otra contra Francia (1870-1871), que le permitieron unir a todos los estados bajo el cetro del rey de Prusia, Guillermo I. Tras la victoria en la batalla de Sedán, se proclamó el II Imperio Alemán y Guillermo I fue proclamado káiser (emperador).
El Despotismo Ilustrado
Durante el siglo XVIII, la mayoría de los monarcas europeos ejercía un poder absoluto. Sin embargo, algunos intentaron compatibilizar el principio de autoridad del absolutismo con las ideas de progreso, racionalización y modernidad de la Ilustración. Estos monarcas, conocidos como déspotas ilustrados, junto con sus ministros, promovieron un cierto reformismo con la voluntad de actuar en favor del bien del pueblo, pero reservándose la capacidad de decisión. Su filosofía se resume en el lema: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Su política reformista se caracterizó por medidas como la racionalización de la administración del Estado, la reforma de la enseñanza, la modernización de la agricultura y la liberalización parcial del comercio. No obstante, las posibilidades de esta experiencia reformista resultaron muy limitadas. Las contradicciones de esta vía reformista abrieron las puertas a la época de las grandes revoluciones liberales del siglo XIX.
La Revolución Francesa
La Monarquía Constitucional (1789-1792)
El proceso reformista
En 1789, el rey Luis XVI y la nobleza aceptaron la nueva situación política, y la Asamblea Nacional inició un proceso reformista para convertir Francia en una monarquía constitucional. En 1791 se promulgó una Constitución que recogía los ideales del liberalismo político, pero reservando al rey el derecho de veto. Se estableció el sufragio indirecto y censitario, que dividió a los ciudadanos en:
- Activos: Poseían una determinada riqueza y tenían derecho a votar.
- Pasivos: Al no poseer una determinada riqueza, no podían votar.
Se formó una Asamblea Legislativa que garantizó la igualdad legal de todos los ciudadanos, prohibió la tortura, obligó a la nobleza a pagar impuestos y abolió los gremios. Se creó la Guardia Nacional, un ejército para defender las conquistas de la Revolución frente a los defensores del absolutismo. Además, se expropiaron las propiedades de la Iglesia, que fueron vendidas a particulares. El Estado promulgó una Constitución civil del clero, que separó la Iglesia del Estado.
Fracaso de la monarquía constitucional
La oposición de la familia real a la Revolución se manifestó cuando intentaron huir de París para unirse al ejército austriaco, invadir Francia, acabar con la Revolución y restablecer el absolutismo. Sin embargo, el monarca fue capturado y devuelto a la capital. En 1792, la Asamblea Legislativa declaró la guerra a Austria. Los austriacos invadieron Francia y llegaron a las puertas de París. Los sans-culottes, milicias populares, asaltaron el palacio real, encarcelaron al monarca y proclamaron la República.
La República Democrática (1792-1794)
La Convención Girondina
La República quedó en manos de los girondinos, representantes del sector más moderado de la burguesía, que convocaron elecciones por sufragio universal masculino para la nueva Convención Nacional. La Convención llevó a cabo un juicio contra Luis XVI y su esposa, María Antonieta, que fueron acusados de traición, condenados y ejecutados en la guillotina. La muerte del rey provocó la alianza de las monarquías europeas, que formaron una coalición contra la Francia revolucionaria. En 1793, la República se hallaba en peligro: en el interior del país estallaron algunas revueltas contrarrevolucionarias, y en el exterior, los ejércitos coaligados invadieron Francia.
La Convención Jacobina
En junio de 1793, los jacobinos, representantes del sector más radical de la burguesía, se hicieron con el poder y detuvieron a los principales dirigentes políticos girondinos. Promulgaron una nueva Constitución basada en la democracia social, con soberanía popular y sufragio universal masculino. El poder ejecutivo quedó en manos de un Comité de Salvación Pública, liderado por Maximilien Robespierre. Para hacer frente a la amenaza exterior, la República organizó un ejército popular y de reclutamiento obligatorio. El Comité suspendió las libertades, y unos tribunales revolucionarios castigaron con prisión o muerte a los sospechosos de ser contrarrevolucionarios, instaurando lo que se conoce como «El Terror». El Comité de Salvación Pública aprobó una serie de leyes sociales, como el control de los precios y salarios (Ley de Máximum), la distribución de bienes de los contrarrevolucionarios entre los indigentes, la venta de las tierras del clero en pequeños lotes y la instrucción obligatoria. Además, se cerraron las iglesias y se estableció el culto a la diosa Razón.
La caída de los jacobinos
En 1794, los peligros disminuyeron: las revueltas interiores habían sido sofocadas y los ejércitos franceses se imponían a los de la coalición extranjera. Sin embargo, el Terror y el gobierno dictatorial de los jacobinos provocaron la oposición de gran parte de la población. Mediante el golpe de Estado de Termidor (julio de 1794), los jacobinos fueron derrocados, y sus dirigentes, incluido Robespierre, ejecutados.
La República Burguesa (1795-1799)
Tras el golpe de Estado, la burguesía conservadora volvió a tomar el control de la Revolución. Se elaboró una nueva Constitución (1795) que otorgaba el poder ejecutivo a un gobierno colegiado (Directorio), restablecía el sufragio censitario y confiaba el poder legislativo a dos cámaras: el Consejo de los Quinientos y el Consejo de Ancianos. El nuevo gobierno pretendía volver a los principios de la Constitución de 1791. El liberalismo de la nueva República se situaba entre el absolutismo y la democracia social de los jacobinos, por lo que tuvo que hacer frente tanto a la oposición de la aristocracia como de las clases populares. En 1799, el joven general Napoleón Bonaparte, con el apoyo de la burguesía, protagonizó un golpe de Estado que puso fin al Directorio e inauguró el Consulado (1799-1804).