España en el Siglo XIX: Conflictos, Constituciones y el Fin de una Era

El Siglo XIX en España: Un Periodo de Transformación y Conflicto

Primera Guerra Carlista y el Manifiesto de Abrantes (1833-1839)

Manifiesto de Abrantes (1 de octubre de 1833)

El Manifiesto de Abrantes, proclamado el 1 de octubre de 1833, representa el inicio formal de la Primera Guerra Carlista. En él, Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII, reivindica sus derechos al trono de España tras la muerte del monarca. Afirmando ser el legítimo rey con el nombre de Carlos V, hace un llamamiento a sus seguidores para que le presten obediencia y se unan a su causa.

Este documento refleja el trasfondo del conflicto dinástico que dividió a España en dos bandos: los carlistas, defensores del absolutismo, y los cristinos o isabelinos, partidarios del liberalismo y del reinado de Isabel II bajo la regencia de María Cristina. La guerra no solo tuvo un componente sucesorio, sino que también evidenció las profundas diferencias sociales y políticas en el país. El carlismo contó con el respaldo de sectores ultraconservadores, el clero afectado por las reformas liberales y campesinos temerosos de perder sus tradiciones. Por su parte, el bando isabelino recibió apoyo de la alta nobleza, la burguesía, el ejército y potencias extranjeras como Francia e Inglaterra.

El Manifiesto de Abrantes, al apelar a la lealtad y obediencia, demuestra cómo Carlos intentó consolidar su liderazgo sobre sus seguidores. Sin embargo, su proyecto se vería frustrado con la derrota carlista y el Convenio de Vergara (1839), que puso fin a la guerra. A pesar de ello, el carlismo continuaría siendo una amenaza para el liberalismo español durante el siglo XIX.

Mapa de la Primera Guerra Carlista

La Primera Guerra Carlista (1833-1839) fue un conflicto que enfrentó a los partidarios del absolutismo carlista y a los defensores del liberalismo isabelino. El mapa de la guerra muestra la distribución geográfica de los enfrentamientos y pone en evidencia cómo el conflicto tuvo un marcado carácter regional.

Las zonas donde el carlismo tuvo mayor apoyo fueron el País Vasco, Navarra, el interior de Cataluña, Aragón, Valencia y algunas partes de Galicia. Estas regiones eran predominantemente rurales y conservadoras, con fuerte presencia de un clero que se oponía a las reformas liberales, así como de campesinos y artesanos que temían perder sus privilegios ante la modernización impulsada por el liberalismo.

En contraste, las áreas de apoyo a Isabel II se concentraban en las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona y Sevilla, así como en las zonas más desarrolladas económicamente. Allí predominaban la burguesía, las clases medias urbanas y sectores del ejército leales a la regente María Cristina.

El mapa también ilustra las principales campañas militares, incluyendo las expediciones carlistas que intentaron extender su influencia más allá de sus territorios tradicionales. La más significativa fue la Expedición Real de 1837, liderada por el propio Carlos María Isidro, que intentó tomar Madrid, pero fracasó.

El conflicto concluyó con el Convenio de Vergara (1839), mediante el cual la mayoría de las tropas carlistas aceptaron la paz a cambio del reconocimiento de sus grados militares y la promesa de debatir el futuro de los fueros vascos y navarros. Sin embargo, este tratado no puso fin al carlismo, que protagonizaría nuevas guerras en el siglo XIX.

Este mapa, por tanto, no solo representa los movimientos militares, sino que también refleja el fuerte arraigo territorial de las dos Españas enfrentadas, una división que marcaría la historia del país durante décadas.

Abrazo de Vergara (1839)

El Abrazo de Vergara es un símbolo del fin de la Primera Guerra Carlista (1833-1839) y de la pacificación temporal de España tras seis años de conflicto. Representa el acuerdo entre el general Baldomero Espartero, líder de las tropas isabelinas, y Rafael Maroto, comandante carlista, quienes negociaron la rendición de los carlistas bajo condiciones favorables.

El acuerdo se firmó el 31 de agosto de 1839 y estableció la integración de los oficiales carlistas en el ejército español, así como la promesa de debatir la concesión de fueros a las regiones carlistas, especialmente País Vasco y Navarra.

La imagen del abrazo entre Espartero y Maroto simboliza la reconciliación entre los dos bandos, aunque en realidad el conflicto no se cerró del todo. Este pacto fue una solución pragmática, ya que ni los carlistas ni los liberales podían mantener indefinidamente la guerra. Para Espartero, la paz le permitió consolidarse como líder político y militar del país, mientras que para Maroto fue una forma de evitar la completa aniquilación del bando carlista. Sin embargo, el propio Carlos María Isidro no aceptó el acuerdo y se exilió en Francia, dejando la lucha en manos de sus seguidores.

El significado del Abrazo de Vergara va más allá del fin del conflicto: muestra cómo la guerra no solo fue una lucha dinástica, sino un choque de ideologías entre absolutismo y liberalismo. Aunque el carlismo fue derrotado en esta ocasión, sus reivindicaciones continuarían, dando lugar a nuevos levantamientos en las décadas siguientes. En definitiva, este acto representa un momento clave de la historia de España, en el que, aunque se logró una paz momentánea, las tensiones entre las dos visiones del país seguirían vigentes durante el siglo XIX y más allá.

Convenio de Vergara (31 de agosto de 1839)

El Convenio de Vergara, firmado el 31 de agosto de 1839, marcó el fin de la Primera Guerra Carlista (1833-1839) al establecer la rendición negociada de las tropas carlistas comandadas por el general Rafael Maroto ante las fuerzas isabelinas dirigidas por Baldomero Espartero.

Este acuerdo, que no contó con el respaldo del pretendiente carlista Carlos María Isidro, permitió que los oficiales carlistas mantuvieran sus rangos en el ejército español si juraban fidelidad a Isabel II. También se estableció el compromiso de Espartero de recomendar a las Cortes la posible concesión de fueros en las regiones donde el carlismo tuvo mayor arraigo, como el País Vasco y Navarra.

El Convenio de Vergara puso fin a un conflicto que no solo fue un enfrentamiento dinástico, sino una lucha entre dos modelos de Estado: el absolutismo carlista y el liberalismo isabelino. Si bien el acuerdo significó una pacificación relativa, el carlismo no desapareció y protagonizaría nuevas guerras en décadas posteriores.

En términos políticos, el tratado consolidó la figura de Espartero, quien se convirtió en el principal líder del progresismo y fue clave en los siguientes años de la historia de España. En lo social, permitió la integración de parte de los carlistas en el Estado liberal, aunque la promesa de respetar los fueros quedó como una cuestión ambigua que seguiría generando tensiones.

Proclamación de María Cristina como Reina Gobernadora (4 de octubre de 1833)

La proclamación de María Cristina de Borbón como reina gobernadora el 4 de octubre de 1833 marcó el inicio de la Regencia de María Cristina (1833-1840). En su discurso, la regente asume el poder en nombre de su hija Isabel II, reafirmando su compromiso con la monarquía y la religión como pilares fundamentales del reino.

Este documento refleja la difícil situación en la que María Cristina asumió el poder. La reciente muerte de Fernando VII había desatado el conflicto sucesorio con los carlistas, que defendían el derecho al trono de Carlos María Isidro. Además, el país atravesaba una crisis económica y una creciente presión de los sectores liberales, que exigían reformas.

A pesar de su discurso conservador, la regente se vio obligada a aceptar el apoyo de los liberales moderados para hacer frente a los carlistas. Esto la llevó a respaldar el Estatuto Real de 1834, una carta otorgada que establecía un sistema político basado en un parlamentarismo restringido, con un sufragio muy limitado.

El documento deja claro que María Cristina no estaba dispuesta a aceptar cambios radicales en el gobierno, lo que generó tensiones con los liberales más progresistas. Finalmente, su falta de sintonía con estos sectores y la crisis política de 1840 la obligaron a abdicar y exiliarse en Francia, dejando el poder en manos de Espartero.

Estatuto Real (1834)

El Estatuto Real de 1834 fue una carta otorgada por María Cristina de Borbón durante su regencia con el objetivo de establecer un marco político que combinara elementos del absolutismo y del liberalismo moderado.

Este documento organizó un sistema bicameral compuesto por el Estamento de Próceres (designados por la Corona) y el Estamento de Procuradores (elegidos por sufragio censitario). A pesar de ser presentado como un avance político, el Estatuto Real no reconocía la soberanía nacional, ni establecía derechos individuales. Además, concedía al rey la facultad exclusiva de convocar y disolver las Cortes, lo que limitaba considerablemente la participación política.

El documento reflejaba el intento de la regente por contentar a los liberales moderados sin romper completamente con los sectores absolutistas. Sin embargo, la falta de reformas profundas generó descontento, dando lugar a revueltas populares y levantamientos progresistas que exigían el retorno de la Constitución de 1812.

Finalmente, la presión revolucionaria y el pronunciamiento de los sargentos de La Granja (1836) obligaron a María Cristina a restaurar la Constitución de 1812 y permitir la entrada de progresistas en el gobierno. Esto marcó el fracaso del Estatuto Real como solución intermedia entre el absolutismo y el liberalismo.

Constitución de 1837

La Constitución de 1837 fue el resultado del triunfo de los liberales progresistas sobre los moderados y marcó un paso fundamental en la construcción del Estado liberal en España. Surgió tras la crisis de 1836, cuando el levantamiento de los sargentos en La Granja obligó a la regente María Cristina de Borbón a restablecer la Constitución de 1812 y convocar unas Cortes que redactaran una nueva carta magna.

Esta nueva Constitución, aunque inspirada en la de 1812, introdujo cambios significativos para equilibrar los intereses de moderados y progresistas. En primer lugar, establecía el sufragio censitario, lo que significaba que solo una parte de la población tenía derecho al voto. Además, organizaba un sistema bicameral, compuesto por el Congreso de los Diputados y el Senado, cuyos miembros eran designados por el rey a partir de una lista propuesta por los electores.

Entre los derechos que garantizaba esta Constitución destacan la libertad de imprenta, el derecho de petición y la inviolabilidad del domicilio. También mantenía la religión católica como oficial del Estado, aunque sin las restricciones de la época absolutista.

Uno de los artículos más importantes establecía que los Ayuntamientos debían ser elegidos por los vecinos, lo que provocó un conflicto entre moderados y progresistas. En 1840, la aprobación de la Ley de Ayuntamientos, que daba al gobierno la potestad de nombrar alcaldes, llevó a la Revolución de 1840 y a la caída de María Cristina.

En resumen, la Constitución de 1837 supuso un avance en la consolidación del liberalismo, aunque su carácter moderado no satisfizo completamente a los sectores progresistas. Su legado perduraría, influyendo en las futuras constituciones del siglo XIX.

Jura de la Constitución de 1837

La jura de la Constitución de 1837 representa la consolidación del régimen liberal y la reafirmación del compromiso del gobierno con los principios de este nuevo marco político. En este acto solemne, las principales autoridades del país prestaron juramento de lealtad a la nueva carta magna, asegurando su cumplimiento y su aplicación en toda España.

El hecho de jurar la Constitución tenía una gran importancia simbólica, ya que marcaba el triunfo de los principios constitucionalistas sobre el absolutismo y legitimaba la nueva estructura de poder. Además, significaba el reconocimiento de los derechos individuales, la limitación del poder del monarca y el establecimiento de unas instituciones más representativas.

Sin embargo, este juramento no significaba el fin de las tensiones políticas. A pesar de su promulgación, la Constitución de 1837 enfrentó resistencia por parte de sectores moderados que consideraban que concedía demasiadas libertades. Por otro lado, los carlistas, que seguían fieles a la causa absolutista, nunca la reconocieron.

En este contexto, la jura de la Constitución fue un intento de consolidar el régimen liberal y asegurar la estabilidad política en un país que todavía estaba profundamente dividido entre progresistas y conservadores. No obstante, en los años siguientes, la pugna entre ambos grupos continuó, lo que provocó cambios en el poder y, eventualmente, la adopción de una nueva Constitución en 1845.

Renuncia de María Cristina (1840)

El 12 de octubre de 1840, María Cristina de Borbón abdicó como regente de España y partió al exilio en Francia. En su carta de renuncia, dirigida a las Cortes, expresa que su decisión se debe tanto a su estado de salud como a la imposibilidad de hacer frente a las exigencias populares y políticas.

Esta renuncia fue consecuencia de la Revolución de 1840, un levantamiento encabezado por Baldomero Espartero y los progresistas, quienes se oponían a la Ley de Ayuntamientos, que otorgaba al gobierno la capacidad de nombrar alcaldes, debilitando el poder local. La negativa de María Cristina a derogar la ley llevó a insurrecciones en diversas regiones del país, culminando con su exilio.

Con su marcha, el poder quedó en manos de Espartero, quien fue nombrado regente único en 1841. Sin embargo, su mandato se caracterizó por una política autoritaria y conflictos con sectores moderados y republicanos, lo que llevó a su caída en 1843.

La renuncia de María Cristina refleja la creciente influencia del liberalismo progresista en la política española y el declive del absolutismo. Su salida del poder permitió un avance temporal en las reformas liberales, aunque el enfrentamiento entre progresistas y moderados seguiría marcando la evolución del Estado español en los años posteriores.

La Década Moderada y la Revolución de 1854

Constitución de 1845

La Constitución de 1845 fue el resultado del giro político que experimentó España con la llegada al poder de los moderados, tras la caída de Espartero en 1843. Esta nueva Carta Magna sustituyó a la Constitución de 1837 y reflejó los principios del liberalismo conservador, estableciendo un régimen centralizado y autoritario en el que la Corona recuperaba un gran poder.

Uno de los aspectos más significativos de esta Constitución fue el control del rey sobre las Cortes. Se mantuvo un sistema bicameral, con un Senado cuyos miembros eran nombrados directamente por el monarca, lo que limitaba la capacidad de actuación de este órgano. Además, el Rey tenía el derecho exclusivo de convocar, suspender y disolver las Cortes, asegurando así su predominio sobre el poder legislativo.

En cuanto a la participación política, la Constitución de 1845 establecía un sufragio censitario aún más restringido que el de 1837, reduciendo el número de ciudadanos con derecho al voto. Esto garantizaba que solo las élites económicas y políticas pudieran influir en el gobierno.

Otro punto clave fue la confirmación de la confesionalidad católica del Estado. Se reafirmó el papel de la Iglesia en la vida pública, y el Estado se comprometió a sostener el culto católico y su clero. Esta decisión sería fundamental para la firma del Concordato de 1851 con la Santa Sede, que restauró parte de las propiedades eclesiásticas que habían sido desamortizadas anteriormente.

En conclusión, la Constitución de 1845 consolidó un modelo político basado en la autoridad de la Corona, el centralismo y el predominio de las élites conservadoras, marcando la estructura del Estado español durante gran parte del reinado de Isabel II.

Concordato de 1851

El Concordato de 1851 fue un acuerdo firmado entre España y la Santa Sede con el objetivo de normalizar las relaciones entre el Estado y la Iglesia, después de las tensiones provocadas por las desamortizaciones eclesiásticas de los años anteriores.

Uno de los puntos clave del Concordato fue la confirmación de que la religión católica seguiría siendo la única permitida en España, lo que significaba la exclusión de cualquier otro culto religioso. Esta cláusula reforzó la alianza entre la monarquía y la Iglesia, asegurando que la educación y la moral pública estuvieran bajo la influencia eclesiástica.

El acuerdo también establecía la financiación del clero por parte del Estado, lo que significaba que el gobierno se comprometía a destinar fondos para el mantenimiento del culto y del personal eclesiástico. Entre las fuentes de financiación se incluyeron impuestos especiales sobre propiedades rústicas y urbanas, así como la devolución de algunos bienes eclesiásticos que no habían sido vendidos en las desamortizaciones.

Además, el Concordato otorgaba a la Iglesia plenos derechos para administrar la educación, lo que aseguraba que el sistema educativo siguiera los principios de la doctrina católica. Esto generó un fuerte control ideológico sobre la enseñanza y dificultó la expansión de ideas progresistas y laicas.

El Concordato de 1851 fue, en definitiva, una victoria para la Iglesia, que recuperó parte de su poder e influencia tras las pérdidas sufridas en las décadas anteriores. También fue un reflejo del modelo político moderado, que buscaba estabilidad a través de la alianza con el catolicismo, garantizando así el apoyo de sectores conservadores.

Manifiesto de Manzanares (6 de julio de 1854)

El Manifiesto de Manzanares, proclamado el 6 de julio de 1854, fue el documento que impulsó el inicio de la Revolución de 1854, también conocida como “La Vicalvarada”, que marcó el paso del moderantismo al bienio progresista.

El texto, redactado por Antonio Cánovas del Castillo y firmado por el general Leopoldo O’Donnell, denunciaba los abusos del régimen moderado y proponía una serie de reformas para modernizar el sistema político. Aunque mantenía la defensa del trono de Isabel II, el manifiesto criticaba la influencia de la camarilla real y exigía una administración más justa y libre de corrupción.

Entre las medidas propuestas se encontraba la reforma de la ley electoral, con el objetivo de ampliar el derecho al voto, aunque sin llegar al sufragio universal. También se proponía la reducción de impuestos y una mayor descentralización, permitiendo que los ayuntamientos y las diputaciones tuvieran más autonomía en la gestión local.

El Manifiesto tuvo un gran impacto, pues conectó con el descontento generalizado de amplios sectores de la sociedad, desde la burguesía hasta los obreros. La revolución se extendió rápidamente y llevó a la caída del gobierno moderado y al establecimiento del Bienio Progresista (1854-1856), en el que se aprobaron importantes reformas, como la Ley de Desamortización de Madoz.

Este documento es clave para entender las tensiones políticas del reinado de Isabel II y la lucha constante entre moderados y progresistas por el control del gobierno.

Petición de los Obreros Barceloneses a las Cortes (1855)

En 1855, los obreros de Barcelona dirigieron una petición a las Cortes para denunciar su precaria situación laboral y social, exigiendo el derecho de asociación como una medida para defenderse de los abusos de los empresarios y del sistema económico vigente.

El documento describe el empobrecimiento de la clase trabajadora, que sufría salarios bajos, el encarecimiento de los productos básicos, viviendas inaccesibles y crisis industriales constantes que generaban desempleo. Los obreros se veían obligados a reducir su nivel de vida al mínimo, enviar a sus esposas e hijos a trabajar en condiciones duras y aceptar jornadas laborales extenuantes sin ninguna seguridad social ni derechos laborales garantizados.

Ante esta situación, los trabajadores reclamaban la legalización del derecho de asociación, no solo con fines benéficos (como ayuda en caso de enfermedad o desempleo), sino también para negociar condiciones de trabajo justas con los empresarios. Esta demanda era clave en el contexto del crecimiento del movimiento obrero, que en Europa ya estaba organizándose para exigir mejoras en el empleo y en la calidad de vida.

Además, el documento proponía la creación de cooperativas, que permitirían a los trabajadores acceder a alimentos y bienes de primera necesidad a precios más asequibles, evitando la especulación del mercado. También pedían medidas para fomentar la educación profesional, con el objetivo de mejorar sus oportunidades laborales y adaptarse a los cambios industriales.

La petición de los obreros de Barcelona en 1855 representa uno de los primeros intentos formales del movimiento obrero español por influir en las decisiones políticas. Aunque sus demandas no fueron completamente aceptadas, este documento refleja la creciente conciencia de clase y el inicio de la lucha obrera por sus derechos, una batalla que se intensificaría en las décadas siguientes.

La Paz de Wad-Ras (1860)

La Paz de Wad-Ras, firmada en 1860, puso fin a la Guerra de África (1859-1860), un conflicto entre España y Marruecos que tenía como objetivo garantizar la seguridad de los enclaves españoles en el norte de África y reforzar el prestigio militar de la monarquía de Isabel II.

El conflicto se inició con la declaración de guerra a Marruecos en 1859, después de que las autoridades españolas alegaran agresiones por parte de tribus locales contra los territorios de Ceuta y Melilla. España, bajo el mando del general Leopoldo O’Donnell, lanzó una campaña militar que culminó en la victoria en la batalla de Wad-Ras.

Como resultado de este tratado de paz, Marruecos reconoció la victoria española y aceptó varias condiciones impuestas por España. Entre ellas se encontraba la ampliación de los territorios españoles en Ceuta y Melilla, además del pago de una indemnización de guerra por parte del sultán marroquí. También se establecieron acuerdos para mejorar las relaciones comerciales entre ambos países.

Desde el punto de vista español, la Paz de Wad-Ras fue utilizada como propaganda política, presentándose como una gran victoria que reforzaba el poder de Isabel II y de los gobiernos moderados. En la práctica, el conflicto sirvió para consolidar la presencia española en el norte de África y para aumentar el prestigio del ejército. Sin embargo, también dejó una huella importante en la política interna. La guerra generó un gran gasto público y provocó un incremento en los impuestos, lo que aumentó el descontento popular y contribuyó a la inestabilidad política de la década de 1860.

A largo plazo, la Paz de Wad-Ras marcó un punto de inflexión en las relaciones hispano-marroquíes y en la política colonial española, siendo el antecedente de la mayor implicación de España en el protectorado de Marruecos a principios del siglo XX.

Manifestación de Estudiantes en la Puerta del Sol (1865)

En 1865, tuvo lugar en Madrid una importante manifestación estudiantil que fue duramente reprimida por el gobierno moderado. Este episodio, ocurrido en la Puerta del Sol, es un reflejo del creciente malestar social y político que se vivía en España en los últimos años del reinado de Isabel II.

El origen de esta protesta está relacionado con la crisis política del momento y el descontento generalizado con el gobierno de los moderados, encabezado por Ramón María Narváez. El régimen estaba caracterizado por el autoritarismo, la censura de prensa y la falta de libertades políticas. La corrupción y la crisis económica aumentaban el malestar entre la población, especialmente entre la juventud universitaria, que veía en la monarquía un obstáculo para la modernización del país.

La manifestación de estudiantes en la Puerta del Sol fue un acto de protesta contra la falta de libertades y la represión del gobierno. Sin embargo, la respuesta del régimen fue extremadamente violenta, con una represión que dejó varios heridos y un clima de gran tensión en la capital.

Este evento fue un anticipo de la Revolución de 1868, ya que evidenciaba el descontento de amplios sectores de la sociedad, no solo los estudiantes, sino también intelectuales, profesionales y clases medias, que comenzaban a cuestionar el sistema político impuesto por los moderados. La represión de esta protesta provocó aún más indignación y radicalizó a muchos sectores, que poco después participarían en la sublevación contra Isabel II. En este sentido, la manifestación estudiantil de 1865 es un símbolo de la lucha por las libertades en una España que caminaba hacia un cambio profundo.

Pacto de Ostende (16 de agosto de 1866)

El Pacto de Ostende, firmado en 1866, fue un acuerdo entre los principales partidos opositores a Isabel II con el objetivo de derrocar la monarquía borbónica y establecer un nuevo sistema político en España.

Los firmantes del pacto fueron los progresistas y los demócratas, dos fuerzas políticas que, a pesar de sus diferencias, coincidían en la necesidad de acabar con el régimen moderado que había gobernado España durante la mayor parte del reinado de Isabel II. Ambos grupos denunciaban el autoritarismo, la corrupción y la falta de libertades políticas que caracterizaban la monarquía isabelina.

El principal objetivo del Pacto de Ostende era derrocar a Isabel II y convocar unas Cortes Constituyentes, elegidas por sufragio universal, para decidir el futuro político del país. Sin embargo, el documento no establecía qué tipo de gobierno debía sustituir a la monarquía, dejando abierta la posibilidad de instaurar una república o una nueva monarquía más democrática.

Este acuerdo representó un punto de inflexión en la historia de España, ya que marcó el inicio de un movimiento político que llevaría a la Revolución de 1868, también conocida como La Gloriosa, que culminó con el exilio de Isabel II y la proclamación de un gobierno provisional. El éxito del Pacto de Ostende se debió en gran parte al apoyo de una parte del ejército, especialmente del general Juan Prim, quien jugó un papel clave en la revolución. También contó con el respaldo de amplios sectores de la burguesía, la clase media y los intelectuales, que veían en la monarquía borbónica un freno para el desarrollo del país.

En conclusión, el Pacto de Ostende fue la alianza que unió a la oposición contra Isabel II, sentando las bases para el cambio político que España experimentaría en los años siguientes, con la caída de la monarquía borbónica y la apertura de un período de grandes transformaciones.

El Sexenio Democrático (1868-1874): Revolución, Monarquía y República

Proclama Revolucionaria de Cádiz (19 de septiembre de 1868)

El 19 de septiembre de 1868, en la ciudad de Cádiz, se publicó una proclama revolucionaria que marcó el inicio de la Revolución de 1868, también conocida como “La Gloriosa”, cuyo objetivo principal era el derrocamiento de la reina Isabel II y el establecimiento de un nuevo sistema político basado en principios democráticos.

La proclama denuncia el estado de corrupción y represión en el que se encontraba España bajo el régimen isabelino. Se acusa al gobierno de haber convertido la Constitución en un instrumento de opresión, de restringir las libertades individuales y de mantener una administración pública basada en la corrupción y el abuso de poder. También critica la falta de representación política real, el fraude electoral y la imposición de impuestos desproporcionados que afectaban especialmente a las clases populares.

Uno de los aspectos más importantes de este documento es su llamado a la insurrección armada para devolver la soberanía al pueblo y establecer un gobierno provisional que garantizara el orden hasta la celebración de unas elecciones libres por sufragio universal. Se proponía un modelo basado en orden, libertad y justicia, donde la voz de los ciudadanos pudiera expresarse sin miedo a la represión gubernamental.

La Revolución de 1868 fue impulsada por sectores progresistas, demócratas y republicanos, así como por parte del ejército, especialmente los generales Juan Prim y Francisco Serrano, que tomaron el liderazgo del movimiento. Su éxito llevó al exilio de Isabel II y a la formación de un Gobierno Provisional, dando inicio al Sexenio Democrático (1868-1874), una etapa de profundas transformaciones políticas en España.

En conclusión, la proclama de Cádiz fue un llamado directo a la acción revolucionaria contra el régimen de Isabel II, justificando la necesidad de un cambio radical y sentando las bases para el fin de la monarquía borbónica.

Manifiesto de la Junta Revolucionaria de Sevilla (20 de septiembre de 1868)

El 20 de septiembre de 1868, un día después de la proclama en Cádiz, la Junta Revolucionaria de Sevilla publicó su propio manifiesto, en el que reafirmaba los principios del movimiento revolucionario y establecía sus objetivos políticos y sociales.

En este documento se declaraba abiertamente la intención de derrocar a la dinastía borbónica y se insistía en la necesidad de implantar un sistema político basado en la soberanía nacional y el sufragio universal. La Junta Revolucionaria defendía una serie de libertades fundamentales, entre ellas la libertad de imprenta sin censura, la libertad de enseñanza, la libertad de culto y el derecho de los ciudadanos a participar activamente en la política.

Otro punto clave del documento era su postura en favor de una economía más justa, promoviendo la reducción de impuestos y la eliminación de trabas al comercio y la industria. Esto reflejaba la influencia de sectores liberales y burgueses, que buscaban modernizar el país y acabar con el monopolio de ciertos grupos privilegiados.

El manifiesto también exigía la convocatoria de Cortes Constituyentes elegidas por sufragio universal directo, para redactar una nueva Constitución que estuviera en consonancia con las necesidades de la época y garantizara los derechos de los ciudadanos.

La proclamación de la Junta de Sevilla muestra cómo la revolución de 1868 no solo fue un golpe militar, sino un movimiento popular y político que tenía el apoyo de distintos sectores sociales, desde los trabajadores hasta la burguesía industrial y los intelectuales. En definitiva, este documento es una prueba del alcance nacional de la revolución y de la voluntad de establecer un nuevo régimen basado en democracia, justicia y libertades individuales.

Constitución de 1869

La Constitución de 1869 fue el resultado del triunfo de la Revolución de 1868 y supuso un avance significativo en la historia del constitucionalismo español, al establecer un sistema democrático basado en soberanía nacional, derechos individuales y sufragio universal masculino.

Uno de los aspectos más innovadores de esta Constitución fue su declaración de derechos y libertades. Se garantizaban la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de asociación, además del derecho al voto para todos los ciudadanos varones mayores de

edad. También se reconocía la inviolabilidad del domicilio, la propiedad privada y la libertad religiosa, aunque el Estado se comprometía a mantener el culto católico. En cuanto a la organización política, la Constitución establecía una monarquía constitucional, en la que el poder legislativo residía en las Cortes, compuestas por un Senado y un Congreso de los Diputados, ambos elegidos por sufragio. El rey tenía funciones limitadas y el poder ejecutivo recaía en el Gobierno, responsable ante las Cortes. Otro aspecto relevante fue la creación de ayuntamientos y diputaciones elegidos por los ciudadanos, lo que garantizaba una mayor descentralización del poder. También se estableció un ejército nacional y cuerpos de milicia, asegurando que las fuerzas armadas estuvieran bajo control civil. La Constitución de 1869 marcó un antes y un después en la historia política de España. Sin embargo, su aplicación tuvo dificultades debido a la inestabilidad del periodo. La falta de consenso sobre quién debía ocupar el trono llevó a la llegada de Amadeo I de Saboya en 1871 y, posteriormente, a la proclamación de la Primera República en 1873. Documento 4:  caricatura de la revista la flaca sobre la búsqueda de monarca por el gobierno provisional // Prim busca ciegas un régimen líder políticos del sexenio democrático caricatura de la época La revista satírica “La Flaca”, publicada durante el Sexenio Democrático, fue un importante medio de crítica política que reflejaba la incertidumbre y el caos que vivía España tras la Revolución de 1868. En esta caricatura, se representa la difícil búsqueda de un nuevo monarca tras la expulsión de Isabel II. La imagen satiriza los esfuerzos de las Cortes y de los líderes políticos para encontrar un rey extranjero que aceptara el trono de España. Después de la Revolución, las Cortes Constituyentes decidieron que España seguiría siendo una monarquía constitucional, pero enfrentaron el problema de que ningún candidato parecía adecuado. Se consideraron varias opciones, entre ellas Leopoldo de Hohenzollern, cuya candidatura fue rechazada por Francia, y Amadeo de Saboya, quien finalmente fue elegido en 1870. La caricatura refleja el desorden político y la falta de consenso en el país. También critica la idea de buscar un monarca fuera de España, lo que muchos consideraban una solución impuesta desde el exterior y ajena a la voluntad popular. En definitiva, esta imagen simboliza el fracaso del sistema monárquico en adaptarse a los nuevos tiempos, anticipando la inestabilidad que llevaría a la proclamación de la Primera República en 1873. Documento 5: Amadeo I ante el cadáver de Prim (1870) El cuadro “Amadeo I ante el cadáver de Prim”, pintado por Antonio Gisbert en 1870, es una representación simbólica de la crisis política que marcó la llegada del rey Amadeo I de Saboya a España. La obra muestra un momento trágico: el monarca, recién llegado al país, contempla el cadáver de Juan Prim, el general que había sido su principal valedor y artífice de su elección como rey. El asesinato de Prim ocurrió el 27 de diciembre de 1870, solo tres días antes de que Amadeo desembarcara en España. El general fue víctima de un atentado en Madrid, cuando su coche fue atacado por desconocidos armados con trabucos. Aunque no murió en el acto, sufrió graves heridas que le causaron la muerte el 30 de diciembre. Su asesinato dejó al nuevo rey sin su principal apoyo político, lo que debilitó gravemente su posición desde el primer momento. El cuadro de Gisbert no solo retrata el impacto personal de este suceso en Amadeo I, sino que también simboliza la inestabilidad política que caracterizó su corto reinado. Sin Prim, el monarca quedó a merced de un escenario político fragmentado, en el que los partidos no lograban acuerdos y la oposición republicana y carlista se fortalecía. El asesinato de Prim ha sido objeto de múltiples interpretaciones y teorías. Aunque nunca se identificó a los responsables, se ha especulado que detrás del atentado estuvieron sectores contrarios a la monarquía de Saboya, incluyendo carlistas, alfonsinos e incluso algunos miembros del propio ejército. La muerte de Prim supuso el inicio de la crisis que llevaría a la abdicación de Amadeo I y a la proclamación de la Primera República en 1873. El cuadro de Antonio Gisbert, al igual que su famosa obra “Los fusilamientos de Torrijos”, es una representación del drama político del siglo XIX en España. La figura de Amadeo I, vestida de luto, rodeado de oficiales y con el cadáver de Prim como elemento central, transmite la sensación de un rey aislado y sin rumbo en un país que se hundía en la inestabilidad. En definitiva, esta obra refleja el destino frustrado de la monarquía de Amadeo I, que nunca llegó a consolidarse debido a las profundas divisiones políticas y a la falta de apoyo que Prim, con su liderazgo militar y político, podría haberle proporcionado. Documento 6: Discurso de abdicación de Amadeo I (1873) El 11 de febrero de 1873, el rey Amadeo I de Saboya anunció su abdicación al trono de España, poniendo fin a un reinado que apenas había durado dos años. Su discurso de renuncia refleja la frustración y el desencanto del monarca ante la división política, la inestabilidad social y la falta de apoyo que encontró desde su llegada al país. En su discurso, Amadeo I describe a España como un país sumido en el caos, donde todos los partidos políticos estaban enfrentados entre sí y donde las instituciones eran incapaces de garantizar un gobierno estable. Se lamenta de que, aunque todos los sectores decían actuar en nombre del bien común, en realidad cada grupo defendía sus propios intereses, lo que hacía imposible encontrar soluciones para los problemas del país. Desde su llegada en enero de 1871, Amadeo I se encontró con una situación política extremadamente difícil. Su reinado comenzó marcado por la muerte de Juan Prim, el hombre que había gestionado su elección y que debía servir como su principal sostén en el gobierno. Sin Prim, el rey tuvo que enfrentarse a un sistema parlamentario sin consenso, donde los moderados, los progresistas y los demócratas no lograban formar una mayoría estable. Además, la guerra carlista se había reactivado en el norte del país, con facciones absolutistas que se oponían al nuevo régimen y defendían la restauración de los Borbones en la figura de Carlos VII. En paralelo, el movimiento republicano se fortalecía en las ciudades, exigiendo el fin de la monarquía y la instauración de una república democrática. A esto se sumaba la insurrección en Cuba, donde el conflicto independentista conocido como la Guerra de los Diez Años (1868-1878) ponía en jaque la estabilidad del imperio colonial. Amadeo I también tuvo que enfrentarse a una creciente oposición dentro del ejército y de los sectores conservadores, que nunca vieron con buenos ojos la llegada de un monarca extranjero. Por otro lado, los liberales progresistas, que en teoría lo apoyaban, tampoco lograron darle la estabilidad necesaria, ya que estaban divididos en múltiples facciones con intereses enfrentados. PREGUNTA 4 Documento 1: Circular del Ministerio de la Gobernación a todos los gobernadores de provincia (Francisco Pi y Margall, 1873) Tras la proclamación de la Primera República Española el 11 de febrero de 1873, el gobierno republicano tuvo que enfrentarse a una situación política y social extremadamente inestable. En este contexto, Francisco Pi y Margall, presidente del Ejecutivo tras la dimisión de Estanislao Figueras, emitió una circular dirigida a los gobernadores de provincia con el fin de establecer directrices para el mantenimiento del orden y la consolidación del nuevo régimen. Uno de los aspectos clave de la circular era su intento de presentar la República como un sistema basado en el orden, la libertad y la justicia, asegurando que el nuevo gobierno no significaría un caos o una revolución descontrolada. Sin embargo, la realidad era mucho más compleja. Desde el inicio, la República se vio asediada por grandes problemas internos, como la falta de apoyo internacional, la crisis económica y la creciente división entre los propios republicanos, especialmente entre federalistas y unitarios. Pi y Margall, uno de los principales teóricos del federalismo en España, trató de implantar un modelo basado en la autonomía de las regiones, permitiendo que cada territorio tuviera su propio gobierno dentro de una estructura republicana federal. Sin embargo, su propuesta encontró una fuerte oposición en los sectores más conservadores y en los republicanos unitarios, que defendían un Estado centralizado. Además, su gobierno tuvo que hacer frente a la sublevación cantonalista, protagonizada por sectores radicales que exigían la instauración inmediata de una República Federal desde abajo, proclamando la independencia de varias ciudades y territorios. Este levantamiento, junto con la Tercera Guerra Carlista, debilitó gravemente al gobierno y terminó por provocar la dimisión de Pi y Margall en julio de 1873. En definitiva, esta circular refleja el intento del gobierno republicano de establecer una base de autoridad y estabilidad, aunque los problemas internos y la falta de consenso político harían imposible la consolidación de la República. Documento 2: Discurso de Castelar en las Cortes (11 de febrero de 1873) El 11 de febrero de 1873, tras la abdicación de Amadeo I, se proclamó la Primera República Española. Durante la sesión en las Cortes, Emilio Castelar, destacado político y orador republicano, pronunció un discurso en el que defendió la legitimidad del nuevo régimen y analizó las causas que llevaron a la caída de la monarquía. Castelar argumentó que la monarquía en España había llegado a su fin de manera natural, sin necesidad de que nadie la derrocara activamente. En su discurso, sostuvo que el sistema monárquico había fracasado en sus diferentes formas: 1. La monarquía absoluta desapareció con la muerte de Fernando VII en 1833 y el triunfo del liberalismo. 2. La monarquía constitucional de Isabel II se hundió en 1868 con la Revolución de “La Gloriosa”. 3. La monarquía parlamentaria de Amadeo I no logró consolidarse, debido a la oposición de distintos grupos políticos y a la inestabilidad del país. Castelar enfatizó que la República no era una imposición revolucionaria, sino la única alternativa viable ante el fracaso de los intentos de establecer una monarquía moderna en España. Su discurso intentó calmar los temores de los sectores conservadores y demostrar que el nuevo régimen podía traer estabilidad. Sin embargo, la realidad fue muy diferente. Desde el inicio, la República se enfrentó a la guerra carlista, la insurrección cantonal y la oposición de sectores monárquicos. Castelar, que asumió la presidencia del gobierno en septiembre de 1873, intentó fortalecer el Estado y restablecer el orden, pero su gobierno fue derrocado en enero de 1874 con el golpe del general Pavía, que puso fin a la República democrática. El discurso de Castelar representa la esperanza de un nuevo sistema, pero también la dificultad de su consolidación en un país profundamente dividido. Documento 3: Proyecto de Constitución Federal de 1873 El Proyecto de Constitución Federal de 1873 fue el intento más ambicioso de estructurar legalmente la Primera República Española, estableciendo un modelo de Estado federal basado en la descentralización política y administrativa. El documento proponía la creación de 17 Estados federales, incluyendo Cuba y Puerto Rico, cada uno con su propia Constitución y sistema de gobierno, aunque bajo la autoridad del gobierno central. Se garantizaba una amplia declaración de derechos, como la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de culto, consolidando el Estado laico y separando la Iglesia del poder político. Otro punto clave era la separación de poderes, estableciendo un Ejecutivo encabezado por un Presidente de la República, un Legislativo compuesto por dos cámaras y un Poder Judicial independiente. Sin embargo, el proyecto nunca llegó a aprobarse debido a la inestabilidad política y a la oposición de los sectores más conservadores. Además, los republicanos federalistas intransigentes consideraron que el proceso de descentralización debía hacerse desde las propias regiones, lo que llevó a la sublevación cantonalista, en la que varias ciudades y territorios se proclamaron independientes. Este intento de construir un Estado federal se vio frustrado por la falta de consenso y la crisis política del momento, dejando el proyecto en el papel sin llegar a aplicarse. Documento 4: La Tercera Guerra Carlista y la Sublevación Cantonalista Durante la Primera República Española (1873-1874), el gobierno republicano tuvo que hacer frente simultáneamente a dos conflictos que desestabilizaron el país y contribuyeron a su colapso definitivo. Por un lado, la Tercera Guerra Carlista representaba un intento de restaurar la monarquía absolutista y recuperar los fueros en el País Vasco, Navarra y Cataluña; por otro lado, la Sublevación Cantonalista reflejaba la fragmentación interna dentro del propio republicanismo, pues los sectores más radicales exigían la instauración inmediata de una República Federal sin esperar a la aprobación de una Constitución. En el norte, la guerra carlista se intensificó con la llegada de la República. A pesar de haber comenzado en 1872, bajo el reinado de Amadeo I, el conflicto adquirió mayor fuerza tras la caída de la monarquía. Los carlistas, liderados por Carlos VII, aprovecharon la inestabilidad del nuevo régimen para consolidar su control sobre amplias zonas rurales, estableciendo incluso un gobierno paralelo en Estella (Navarra). La situación se tornó aún más crítica cuando las tropas carlistas sitiaron Bilbao en 1874, poniendo en jaque la autoridad del gobierno republicano y obligándolo a destinar grandes recursos militares a esta región. Mientras tanto, en el sureste y en el Levante español, surgió la Sublevación Cantonalista, protagonizada por los federalistas intransigentes que se oponían al gobierno central. En lugar de esperar la instauración de una República Federal desde arriba, estos sectores comenzaron a declarar la independencia de varias ciudades y regiones, creando pequeños cantones autónomos que actuaban como Estados independientes dentro del país. El caso más emblemático fue el Cantón de Cartagena, que resistió un asedio militar durante seis meses y llegó incluso a formar su propia armada. Este doble conflicto debilitó gravemente al gobierno republicano, pues mientras intentaba sofocar la insurrección cantonalista, debía también combatir a los carlistas en el norte. La falta de cohesión política y la fragmentación territorial hicieron que la República Federal fuera prácticamente ingobernable, lo que finalmente desembocó en su colapso. Así, el 3 de enero de 1874, el general Manuel Pavía dio un golpe de Estado y disolvió las Cortes, poniendo fin a la Primera República. Sin embargo, la guerra carlista continuó hasta 1876, mientras que la restauración borbónica bajo Alfonso XII se consolidó rápidamente como la única solución viable para garantizar la estabilidad en el país. En definitiva, la Tercera Guerra Carlista y la Sublevación Cantonalista fueron dos de los mayores desafíos para la Primera República, demostrando la profunda división política, ideológica y territorial de España en el siglo XIX. Estos conflictos evidenciaron la fragilidad del régimen republicano y su incapacidad para gobernar un país sumido en múltiples crisis. Documento 5: La Guardia Civil disuelve las Cortes (3 de enero de 1874) El 3 de enero de 1874, la Primera República Española llegó a su fin con un golpe de Estado liderado por el general Manuel Pavía, quien, al mando de la Guardia Civil y del Ejército, irrumpió en el Congreso y disolvió las Cortes. Este acontecimiento marcó el fracaso definitivo del experimento republicano y el inicio de un período de transición que culminaría en la Restauración Borbónica. Para comprender el golpe de Pavía, es fundamental analizar la situación caótica en la que se encontraba España a principios de 1874. La República, en menos de un año, había pasado por cuatro presidentes diferentes, lo que reflejaba la inestabilidad del sistema. Estanislao Figueras, el primero de ellos, renunció y huyó a Francia ante la imposibilidad de controlar la crisis política. Su sucesor, Francisco Pi y Margall, intentó instaurar una República Federal, pero fue incapaz de frenar la revuelta cantonalista. Nicolás Salmerón, por su parte, renunció para evitar firmar penas de muerte contra los sublevados. Finalmente, Emilio Castelar, último presidente antes del golpe, trató de centralizar el poder y restablecer el orden, pero su gobierno perdió una votación en el Congreso el 2 de enero de 1874, lo que llevó a Pavía a intervenir militarmente al día siguiente. El golpe de Pavía no tuvo como objetivo inmediato restaurar la monarquía, sino establecer un gobierno de emergencia que pudiera controlar la situación del país. Tras la disolución de las Cortes, Pavía intentó formar un gobierno de unidad nacional, pero las divisiones entre los partidos lo hicieron imposible. Finalmente, el poder fue entregado al general Francisco Serrano, quien instauró un régimen autoritario conocido como la “República del 74”, una dictadura militar con apariencia republicana que gobernó sin Parlamento y con el objetivo de restablecer el orden. El golpe de Estado de Pavía marcó el fracaso definitivo de la Primera República, pues demostró que España no estaba preparada para una democracia estable en ese momento. La incapacidad del gobierno republicano para mantener la estabilidad, las guerras simultáneas contra los carlistas y los cantonalistas, y la falta de consenso entre las fuerzas políticas hicieron inevitable su caída. Aunque el Sexenio Democrático (1868-1874) había introducido avances como el sufragio universal masculino y la descentralización, la falta de apoyo del Ejército y de las élites económicas selló su destino. El gobierno de Serrano duró casi un año, hasta que el 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos proclamó en Sagunto el regreso de Alfonso XII, hijo de Isabel II, restaurando la monarquía borbónica. De esta manera, se dio fin a una de las etapas más inestables de la historia de España y se abrió paso a un nuevo sistema político basado en el retorno de los Borbones y en la consolidación de un Estado centralizado y moderado. En conclusión, el golpe de Pavía no solo marcó el final de la Primera República, sino que también evidenció la fragilidad del régimen republicano y la falta de consenso para su consolidación. La inestabilidad política, la guerra civil en el norte y la revuelta cantonalista en el sur demostraron que España seguía dividida y que cualquier intento de democracia debía contar con un mayor respaldo social y militar. En este contexto, la Restauración Borbónica se presentó como la única alternativa viable para restablecer el orden en el país

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