El número de ciudades con voto en Cortes sufríó muchas oscilaciones. En Castilla la representación más amplia se dio a principios del Siglo XIV para disminuir luego y estabilizarse en el Siglo XV en diecisiete ciudades (Burgos, León, Toledo, Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla, Zamora, Toro, Salamanca, Segovia, Avila, Valladolid, Soria, Madrid, Cuenca y Guadalajara), a las que se sumará Granada tras su reconquista. El recuento muestra la escasa o nula representación periférica y de determinadas zonas como Galicia y Asturias. En la Corona de Aragón, a su vez, el número fue extremadamente reducido a mediados del Siglo XIII, pero luego aumentó en Cataluña, Aragón y especialmente en Valencia. Las Cortes navarras, en fin, dan cabida a las cinco cabezas de merindad —Pamplona, Estella, Tudela, Olite y Sangüesa— junto a otras villas cada vez más numerosas.
Los representantes de las ciudades reciben el nombre de procuradores en Castilla y de síndicos en la Corona de Aragón. Cada ciudad nombra uno o varios, los cuales en todo caso disponen de un único voto. En la etapa inicial, los procuradores fueron elegidos por los cabezas de familia de las distintas villas. Más tarde, desde mediados del Siglo XIV, el consejo municipal asume esa tarea y procede a la designación directa o a través de sorteo. En el primer caso, los concejos quedaron un tanto a merced de la presión regia, que requería a veces el nombramiento de determinadas personas. En el segundo, con el sistema llamado de insaculación, la arbitrariedad de los ayuntamientos o las pretensiones de los monarcas se hicieron más difíciles, aunque siempre fue posible hacer entrar en sorteo y a las personas adictas.
Tras su designación, los delegados ciudadanos reciben poderes para actuar en Cortes, constituyéndose en portavoces de la opinión de las ciudades sobre los asuntos propuestos en la convocatoria.
De ordinario se ha afirmado que los procuradores y síndicos carecieron de autonomía, debiendo limitarse a transmitir lo que la ciudad hubiera acordado. El poder del procurador representaba así un mandato imperativo. Si surgen nuevas cuestiones, el procurador recabará nuevos poderes, debiendo mantener por tanto una estrecha relación con la ciudad a la que representa, lo que en Cataluña se asegura “constituyendo una comisión ad hoc”. El carácter ajustado de los poderes, y la consiguiente carencia de iniciativa de los procuradores, habrían hecho así más comprensible su designación por sorteo y no en razón de aptitudes personales.
Sin embargo, según el profesor José Sarrión, las cosas no fueron tan radicales y este esquema debe ser objeto de matizaciones. En primer lugar, porque el rey solía acompañar unas cartas comendaticias, lo que tendría poco sentido si la personalidad del procurador fuera absolutamente irrelevante. Y además porque las cartas de procuración, solían dejar otros al arbitrio del procurador. No debería así hablarse, según Sarrión, de un mandato imperativo sin más, sino de un mandato abierto.
En su asistencia a las Cortes, los síndicos fueron provistos en la inmunidad Corona de Aragón de un salvoconducto que preservaba su inmunidad. Cierta inmunidad parlamentaria será asimismo reconocida por Pedro I a los procuradores castellanos en las Cortes de Valladolid de 1351.
B) Constitución DE LAS CORTES
1. Convocatoria. Lugar y fecha de reuníón
La convocatoria de las Cortes corresponde al rey, quien, mediante carta, indica la finalidad, lugar y fecha de la asamblea. En los casos de menor edad del monarca, la convocatoria puede ser hecha por tutores y regentes, e incluso en tales casos resulta a veces obligado reunir Cortes con cierta periodicidad. Las celebradas en Palencia en 1313 determinaron así que los tutores de Alfonso XI convocaran Cortes cada dos años, con la amenaza de destituirles en caso de incumplimiento. En Aragón se entendíó siempre la convocatoria como una prerrogativa regia, criterio reafirmado en 1451 cuando los brazos expresan que no se sienten obligados a acudir a Cortes si son llamados por persona distinta al monarca. De hecho, sin embargo, convoca en su nombre el lugarteniente y la asamblea se reúne.
Las cartas de convocatoria tienen carácter individual, dirigíéndose por separado a cada uno de los magnates o ciudades que deben asistir.
La designación del lugar y fecha queda al arbitrio del monarca, sin perjuicio de que ocasionalmente se determine en Aragón y Cataluña que deban tener lugar en ciudades más significadas —Zaragoza, Barcelona, Lérida—, o bien que existan múltiples forcejeos para asegurar una adecuada periodicidad con el consiguiente compromiso del rey al respecto. En Castilla solían ser convocadas cada dos o tres años, figurando como períodos más largos sin Cortes, siete años en el reinado de Pedro el Cruel, nueve en el de Alfonso XI y dieciocho en el de los Reyes Católicos. En Aragón, Cataluña y Valencia se celebraron también cada dos o tres años, flexibilizándose de hecho el casi inviable acuerdo, arrancado a Pedro III en 1283, de celebrar Cortes anuales en cada uno de esos territorios.
2. Apertura y comprobación de poderes
Reunidos todos en el sitio y fecha previstos, tiene lugar la apertura solemne presidida por el rey. Este dirige a los asistentes un enfático discurso llamado proposición, destinado a explicar con cierto detalle los motivos de la convocatoria y exponer las cuestiones que deben ser sometidas a deliberación y acuerdo. En los casos de minoridad regia, el discurso corre a cargo de la reina regente, algún pariente real o el canciller. Desde el Siglo XV asumen con frecuencia esa tarea relevantes personalidades cortesanas.
La proposición es contestada por separado por los representantes de los tres brazos. En primer lugar habla en Castilla el estado nobiliario, por boca de un miembro de la familia Lara, y a continuación el eclesiástico a través del arzobispo de Toledo, orden que luego se invirtió conformándose con el uso Aragónés. En último término hacen uso de la palabra los representantes ciudadanos, por medio de los procuradores de Burgos, cabeza del reino y capital de la vieja Castilla. Este último formalismo se tornó sin embargo conflictivo cuando los procuradores de Toledo concurrieron por vez primera a las Cortes celebradas en Alcalá de Henares en 1348. Invocando la antigüedad de Toledo como capital de la monarquía visigótica, los procuradores toledanos pretendieron reemplazar a los de Burgos, ocasiónándose una ardua disputa en la que llegó a intervenir la nobleza tomando partido por unos u otros. Alfonso XI zanjó la cuestión con una sentencia salomónica: «los de Toledo farán lo que yo les mandare, e así lo digo por ellos; e por ende, fable Burgos». Es decir, mantiene a los de Burgos en su privilegio y exalta a los de Toledo ofrecíéndose el mismo rey a hablar por ellos.