El Problema Dinástico y el Inicio del Reinado
El inicio del reinado de Isabel II estuvo marcado por un importante problema dinástico. Fernando VII, con la Sanción Pragmática que abolía la Ley Sálica, permitió que las mujeres accedieran al trono. Este cambio lo realizó ante la posibilidad de que la reina María Cristina, embarazada en ese momento, diera a luz una niña. En 1830, nació Isabel.
Los absolutistas, que no veían con buenos ojos este cambio en la sucesión, dieron su apoyo a Don Carlos, hermano de Fernando VII, dando lugar al Carlismo. María Cristina, consciente de que necesitaba apoyos para asegurar el trono de su hija, buscó el respaldo de los liberales. En 1833, a la muerte del rey, María Cristina, con el apoyo de los liberales, quedó como regente. Mientras tanto, Carlos María Isidro, con el apoyo de los absolutistas, se proclamó rey e inició un levantamiento en el norte de España, dando inicio a la Primera Guerra Carlista (1833-1839).
La Regencia de María Cristina (1833-1840)
Durante la minoría de edad de Isabel II, se iniciaron en España las reformas liberales. Sin embargo, la idea de soberanía nacional aún no era ampliamente aceptada, y los liberales comenzaban a dividirse entre moderados (o conservadores) y progresistas.
A pesar del apoyo inicial a los progresistas, la Regente María Cristina confió el gobierno a los conservadores. Esta decisión provocó numerosas protestas, lo que la obligó a nombrar como primer ministro al progresista Martínez de la Rosa. A pesar de su ideología, Martínez de la Rosa promulgó el conservador Estatuto Real de 1834, una Carta Otorgada que establecía unas Cortes bicamerales: Estamento de Próceres y Estamento de Procuradores.
Los progresistas mostraron su descontento con estas tímidas reformas, y a partir de 1835 se produjeron revueltas urbanas, sobre todo en Barcelona, que dieron lugar a la formación de Juntas Locales. María Cristina se vio obligada a llamar al progresista Mendizábal a formar gobierno, quien decretó la desamortización de los bienes del clero.
Sin embargo, la nobleza y el clero presionaron a la Regente para que retirara su apoyo a Mendizábal. Se produjo entonces un levantamiento militar conocido como la Sargentada (1836), que obligó a María Cristina a volver a llamar a los progresistas y a restablecer la Constitución de Cádiz.
En 1837 se promulgó una nueva constitución de carácter progresista. Esta nueva carta magna establecía una segunda cámara legislativa y otorgaba mayores poderes a la Corona, como la disolución del Parlamento. También se introdujo un sistema electoral censitario. El hecho más positivo de este periodo fue el fin de la Primera Guerra Carlista con la firma del Convenio de Vergara (1839).
La Regencia de Espartero (1840-1843)
Tras las elecciones de 1837, los moderados obtuvieron la mayoría en el Parlamento y prepararon la Ley de Ayuntamientos de 1840, que otorgaba a la Corona el poder de nombrar a los alcaldes de las capitales, lo que perjudicaba a los progresistas. Esta medida provocó alzamientos por todo el país, que forzaron la dimisión de María Cristina como regente. Fue sucedida por el progresista Baldomero Espartero.
Sin embargo, Espartero gobernó con un marcado carácter autoritario. En 1842, abrió el mercado español a los tejidos de algodón ingleses, de mejor calidad y más baratos, lo que amenazaba la industria catalana. Esta medida provocó un levantamiento general en Barcelona. Espartero se vio obligado a dimitir y exiliarse ante la presión de los moderados O’Donnell y Narváez.
La Década Moderada (1844-1854)
Con la mayoría de edad de Isabel II en 1843, los moderados se consolidaron en el poder. El general Narváez fue elegido jefe de gobierno y reprimió cualquier levantamiento progresista. En 1845, se aprobó una nueva constitución que proclamaba la soberanía conjunta del Rey y las Cortes. Se suprimió la Milicia Nacional y se mantuvo la declaración de derechos de 1837. Se decretó la exclusividad de la religión católica y se firmó el Concordato de 1851 con la Santa Sede.
En este periodo se creó la Guardia Civil (1844) para velar por el orden público y la vigilancia de la propiedad privada, especialmente en el ámbito rural. A pesar del control ejercido por los moderados, se produjeron levantamientos progresistas y también de algunos sectores moderados descontentos. En 1854, el general moderado O’Donnell protagonizó el pronunciamiento de Vicálvaro. O’Donnell firmó el Manifiesto de Manzanares, elaborado por Cánovas del Castillo, que criticaba la política autoritaria de los moderados y abogaba por el cumplimiento de la Constitución. La reina Isabel II se vio obligada a llamar a formar gobierno a Espartero.
El Bienio Progresista (1854-1856)
En 1854, con el apoyo de progresistas y moderados disidentes, se formó el Partido Liberal Unión, liderado por Espartero y O’Donnell. Se restauró la Milicia Nacional y se inició la elaboración de una nueva constitución, que finalmente no llegó a promulgarse.
En 1855, se continuó con la desamortización, afectando a los bienes de la Iglesia, las órdenes militares y los ayuntamientos. También se aprobó la Ley de Ferrocarriles (1855), que regulaba su construcción y ofrecía incentivos a las empresas que invirtieran en este sector. Sin embargo, la importación de materiales ferroviarios limitó el impacto positivo de esta medida en la industria española.
El principal problema del Bienio Progresista fue la conflictividad social. En 1855, se produjo un importante levantamiento en Barcelona. Las tensiones internas dentro del propio gobierno, junto con la presión de los sectores más conservadores, provocaron la caída de Espartero en 1856.
El Desmoronamiento de la Monarquía Isabelina (1856-1868)
Tras el Bienio Progresista, se reanudó la alternancia entre la Unión Liberal y el Partido Moderado, en un periodo caracterizado por la vuelta al conservadurismo. Se anuló la libertad de imprenta y se paralizó la desamortización.
Entre 1863 y 1868, la monarquía de Isabel II se enfrentó a una profunda crisis. El gobierno moderado, liderado por Narváez, gobernó de forma autoritaria y tuvo que hacer frente a numerosos problemas: la crisis del ferrocarril, la recesión industrial en Cataluña (agravada por la suspensión de las importaciones de algodón de Estados Unidos) y una crisis de subsistencias provocada por las malas cosechas.
En 1866, O’Donnell reprimió duramente una revuelta de sargentos en el cuartel de San Gil de Madrid, que pedían reformas políticas. El gobierno de Narváez hizo oídos sordos a las demandas de cambio. Ante la cerrazón del gobierno, progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (1866), que sentó las bases para derrocar a Isabel II.
En septiembre de 1868, estalló la Revolución Gloriosa. La escuadra concentrada en la bahía de Cádiz, al mando del almirante Topete, se sublevó. A este levantamiento se sumaron generales como Prim y Serrano. El gobierno y la Corona se encontraron completamente aislados. Isabel II se vio obligada a exiliarse y se puso fin a su reinado.
La Revolución de 1868 fue la culminación de un largo proceso de desgaste de la monarquía isabelina. La crisis económica, la falta de libertades y la incapacidad del gobierno para dar respuesta a los problemas del país provocaron el rechazo de amplios sectores de la sociedad española.