Caciquismo y fraude electoral fueron la base de la estabilidad política durante la Restauración española, pero a la vez constituyeron uno de los aspectos más negativos del régimen, limitando la participación ciudadana y adulterando la dinámica política.
Generalmente se entiende por caciquismo la adulteración de la política por los grupos oligárquicos y las personalidades locales en beneficio de intereses partidistas o particulares. La oligarquía, constituida por dirigentes políticos de los dos partidos dinásticos, en estrecha unión con la burguesía y los terratenientes, controló los procesos electorales, provocando un desfase entre la «España oficial» de los partidos y las Cortes y la «España real» de la calle. Este hecho fue característico del sistema canovista, y aunque lo denunciaron intelectuales y regeneracionistas, tanto Cánovas como Sagasta lo permitieron para garantizar la estabilidad política y evitar la difusión de ideales contrarios a la Restauración.
Los medios para la alternancia política consistieron, de acuerdo con los gobernadores civiles y caciques locales, en el encasillado –desde la administración central decidían los diputados que serían elegidos en cada circunscripción electoral– e incluso el pucherazo, la simple alteración del resultado de las votaciones. Esto originó un amplio fraude electoral en beneficio de los dos partidos preponderantes.
El caciquismo se dio en toda España, pero especialmente en las áreas rurales y en Andalucía, donde la influencia de los terratenientes era mayor. El cacique era un hombre perteneciente a la élite local, con un fuerte arraigo a su lugar de origen, intermediador perpetuo entre el Estado y esa sociedad tradicional y cerrada que representaba. Ejemplo típico de la práctica caciquil fue Romero Robledo, ministro de Gobernación con Cánovas, que manipuló los procesos electorales de acuerdo con los caciques territoriales. Se trataba, en definitiva, del control de los resultados electorales por parte de personalidades influyentes a cambio de favores. Prácticas como estas dieron lugar a una farsa electoral y a un sistema de poder que propiciaba la arbitrariedad, el nepotismo y la corrupción, que acabaron contaminando todos los ámbitos de la sociedad española.
Oposición al Sistema de la Restauración
Republicanismo
Situada a la izquierda de los partidos dinásticos, esta corriente política se encontraba profundamente dividida entre varias tendencias, y afectada por un personalismo excesivo. Un intento de unir las diferentes corrientes fue la coalición Unión Republicana, que se fragmentó pocos años después de su fundación.
El republicanismo constituía una ideología de las clases medias urbanas y se caracterizaba por reivindicar una mayor democratización del régimen y por la demanda de reformas sociales, lo que acercó sus posturas a las de los socialistas. En algunas ciudades el republicanismo se alzó con la victoria en las elecciones de 1891 y 1893, una vez que abandonó el retraimiento de los primeros años de la Restauración, pero en los años siguientes su fuerza parlamentaria se redujo considerablemente. Solo la aparición de nuevos líderes y partidos, como Alejandro Lerroux y su Partido Radical (1908), le otorgarán, a principios del siglo XX, una mayor influencia política.
Carlismo
Defensores del tradicionalismo católico y de los fueros, los carlistas constituyeron una fuerza cada vez más residual que, normalmente, decidió renunciar a las armas tras su derrota en la tercera guerra Carlista (1876).
Cándido Nocedal, representante del pretendiente en España, reorganizó el movimiento carlista, acentuando su carácter de movimiento católico. Esta labor la continuó su hijo, Ramón Nocedal, que acabó escindiéndose con el Partido Integrista, frente a la corriente mayoritaria liderada por el marqués de Cerralbo, primero, y posteriormente por Vázquez de Mella.
Este último propuso un programa político, el Acta de Loredan, que persistió en los principios tradicionales como la unidad católica, la defensa de los fueros y la oposición a la democracia, si bien aceptaba el nuevo sistema del liberalismo capitalista.
De todos modos, y aunque mantuvieron cierta fuerza en el País Vasco, Cataluña y Navarra, los carlistas solo consiguieron modestos resultados en las elecciones en las que participaron. Los integristas, en el Manifiesto de Burgos de 1888, subordinaron todas sus actividades a la norma religiosa y la institución eclesial.