1. La regencia de María Cristina (1833-1840)
Tras la muerte de Fernando VII, se inició una etapa de transición; la primera guerra carlista. En esta etapa se consolidó la división del liberalismo en dos corrientes:
- Los liberales moderados, partidarios de una fórmula intermedia entre absolutismo y soberanía popular. Consideraban que la corona debía contar con amplios poderes y que el sufragio debía de ser muy limitado. Eran partidos de un liberalismo conservador.
- Los liberales progresistas, partidarios de la labor legislativa de las Cortes de Cádiz y de una profunda reforma social y política que limitase el poder del rey en favor del Parlamento.
1.1. El régimen del Estatuto Real (1834-1835)
Tras la muerte del rey, María Cristina ocupó la regencia y nombró un gabinete presidido por Cea Bermúdez. Las reformas las llevó a cabo Javier de Burgos, como ministro de Fomento. Liberales y absolutistas se opusieron a esta reforma, los primeros por escasa y los segundos por excesiva.
Los sectores más absolutistas se conjuraron en torno a Carlos María Isidro, que reclamaba la corona porque la Ley Sálica impedía a una mujer ocupar el trono. Así comenzó la primera guerra carlista.
Esta guerra obligó a la regente a escuchar las voces de quienes pedían una convocatoria de Cortes para consolidar el trono. En 1834, la reina gobernadora llamó a Martínez de la Rosa para formar un nuevo gobierno integrado por políticos del trienio liberal.
Martínez de la Rosa concibió el Estatuto Real, una pseudoconstitución que tenía el carácter de carta otorgada. Era una convocatoria de Cortes con dos cámaras: el Estamento de Próceres y el Estamento de Procuradores. La corona no renunciaba a la soberanía, sino que la entendía y depositada en las Cortes con el rey.
Esta reforma no satisfacía a los liberales, que reclamaban mayor participación ciudadana. Para los más moderados era suficiente, y para los más reaccionarios inaceptable, ya que defendían el absolutismo en la persona de Carlos María Isidro.
1.2. Los gobiernos progresistas
El conde de Toreno sustituyó a Martínez de la Rosa en la presidencia del gobierno. Llevó a cabo importantes reformas, con la ayuda de Juan Álvarez Mendizábal, ministro de Hacienda.
Decretó la disolución de los conventos con menos de doce religiosos y disolvíó la Compañía de Jesús. La milicia urbana protagonizó levantamientos que dieron lugar a la formación de juntas locales, para asumir un gobierno revolucionario de corte y antiabsolutista. Poco después se exclaustraron todos los conventos.
Como consecuencia de la revolución de 1835, re rompieron las relaciones con la Santa Sede y el clero regular abrazó con entusiasmo la causa carlista. El gobierno ordenó la disolución de las juntas, pero la tensión revolucionaria no disminuyó, por lo que la regente llamó a Mendizábal, un liberal progresista, para formar un gobierno.
1.3. El trienio moderado (1837-1840)
El gobierno cesó y la reina ofrecíó el gobierno al general progresista Espartero, que no aceptó. Las elecciones de 1837 dieron el triunfo a los moderados, que gobernaron hasta 1840 y pusieron fin al espíritu de conciliación de la Constitución de 1837.
1.4. La Guerra Civil carlista
EL carlismo fue un movimiento político que se produjo tras la cuestión sucesoria y la muerte de Fernando VII. Su programa se resumía en la defensa de la religión, del absolutismo monárquico, del foralismo y de los privilegios del Antiguo Régimen.
Las bases sociales del carlismo fueron el clero, el campesinado pobre, la nobleza y sectores de las clases medias defensoras de los fueros.
3. La década moderada (1844-1854)
3.1. El sistema de partidos en el reinado de Isabel II
Se trataba de agrupaciones de personas influyentes y poderosas, que actuaban como comités electorales y que tenían un fuerte componente individualista, lo que les llevaba a la división interna y al enfrentamiento entre sus líderes.
La práctica electoral, sometida a la corrupción y el arreglo, la prensa política y la oratoria parlamentaria eran los medios por los que se traducían ideas y programas. También el peso de los líderes, el retraimiento o renuncia a participar en las elecciones y el uso de elementos simbólicos de raíz histórica.
La escasa participación en las elecciones hacía que del pueblo mero espectador de la vida política, centrada en la capital, sede del gobierno, la corona y las instituciones.
La consecuencia de esta estructura de partidos fue el sistema electoral. Se impuso un modelo de elección directa, en el que solo participaba una reducida parte de la población o aquellos que eran capaces de entender el sistema liberal.