El Sistema Político de la Restauración
El Bipartidismo y el Turno Pacífico
El sistema político de la Restauración se basaba en la existencia de dos partidos, el Conservador y el Liberal, que coincidían ideológicamente en lo fundamental. Ambos defendían la monarquía, la Constitución, la propiedad privada y la consolidación del estado liberal, unitario y centralista. Ambos eran partidos de minorías que contaban con periódicos, centros y comités.
El Partido Liberal-Conservador se organizó alrededor de su líder, Cánovas del Castillo, y aglutinó a los sectores más conservadores y tradicionales de la sociedad (a excepción de los carlistas y los integristas más radicales).
El Partido Liberal-Fusionista tenía como principal dirigente a Sagasta, que reunió a antiguos progresistas, unionistas y exrepublicanos moderados.
En cuanto a su actuación política, las diferencias entre los partidos eran mínimas. Los conservadores se mostraban partidarios del inmovilismo político y a la defensa de la Iglesia y del orden social, mientras los liberales estaban más inclinados a un reformismo de carácter más progresista y laico.
Para el ejercicio del gobierno se contemplaba el turno pacífico de partidos, cuyo objeto era asegurar la estabilidad. El turno en el poder quedaba garantizado porque el sistema electoral invertía los términos propios del sistema parlamentario, en el que la fuerza mayoritaria en un proceso electoral recibe del monarca el encargo de gobernar. De este modo, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el monarca llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de construirse una mayoría parlamentaria suficiente para ejercer el poder de manera estable. El fraude en los resultados y los mecanismos caciquiles aseguraban que estas elecciones fuesen siempre favorables al gobierno que las convocaba.
2.2. La Manipulación Electoral y el Caciquismo
La alternancia en el gobierno fue posible gracias a un sistema electoral corrupto y manipulador que no dudaba en comprar votos, falsificar actas y utilizar prácticas coercitivas sobre el electorado, valiéndose de la influencia y del poder económico de determinados individuos sobre la sociedad (caciquismo). La adulteración del voto se logró mediante el restablecimiento del sufragio censitario, el trato más favorable a los distritos rurales frente a los urbanos y, sobre todo, por la manipulación y las trampas electorales.
El control del proceso electoral se ejercía a partir de dos instituciones: el ministro de la Gobernación y los caciques locales. Este ministro era, de hecho, quien elaboraba la lista de los candidatos que deberían ser elegidos (encasillado) y quien nombraba los diputados ajenos a la circunscripción, los llamados “cuneros”. Los gobernadores civiles transmitían la lista de los candidatos “ministeriales” a los alcaldes y caciques y todo el aparato administrativo se ponía a su servicio para garantizar su elección.
Todo un conjunto de trampas electorales ayudaba a conseguir este objetivo: es lo que se conoce como el pucherazo, es decir, la sistemática adulteración de los resultados electorales. Así, para conseguir la elección del candidato gubernamental, no se dudaba en falsificar el censo (incluyendo a personas muertas o impidiendo votar a las vivas), manipular las actas electorales, ejercer la compra de votos y amenazar al electorado con coacciones de todo tipo (impedir la propaganda de la oposición e intimidar a sus simpatizantes o no dejar actuar a los interventores, etc.).
Además del falseamiento electoral, el sistema se sustentaba en el caciquismo. Los caciques eran individuos o familias que, por su poder económico o por sus influencias políticas, controlaban una determinada circunscripción electoral. El caciquismo era más evidente en las zonas rurales, donde una buena parte de la población estaba supeditada a los intereses de los caciques, quienes, gracias al control de los ayuntamientos, hacían informes y certificados personales, controlaban el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones, podían resolver o complicar los trámites burocráticos y administrativos y proporcionaban puestos de trabajo. Así, los caciques se permitieron ejercer actividades discriminatorias y con sus “favores” agradecían la fidelidad electoral y el respeto a sus intereses.
Todas estas prácticas fraudulentas se apoyaban en la abstención de una buena parte de la población, cuya apatía electoral se explica tanto por no sentirse representada como por el desencanto de las fuerzas de la oposición en participar en el proceso electoral. En general, la participación electoral no superó el 20% en casi todo el período de la Restauración.