Ferrocarril y Economía en la España del Siglo XIX: Desarrollo e Impacto

El Ferrocarril y la Economía en la España del Siglo XIX: Un Análisis Detallado

Hacia 1850, España disponía de una red de caminos y carreteras cuya extensión no alcanzaba una décima parte de la de Francia, a pesar de tener una extensión territorial similar. A mediados de siglo, la situación mejoró. En 1850, se estableció el servicio de correos y, en 1852, se inauguró el servicio de telégrafos. Sin embargo, el principal reto seguía siendo el transporte de mercancías. La creación de redes comerciales exigía facilidades para trasladar mercancías en grandes cantidades y con cierta rapidez. Alrededor de 1850, Madrid era la única capital europea que solo disponía de caminos para carros.

Expansión del Ferrocarril: Un Factor Clave de Modernización

La expansión del tendido ferroviario fue un factor clave en la modernización del país. Contribuyó a la consolidación de un mercado nacional, articulando los diferentes espacios económicos, uniendo los centros productores con los centros de consumo, facilitando el abastecimiento de las grandes ciudades y el traslado de alimentos, materias primas y artículos industriales de unos lugares a otros. Además, resultó ser un nuevo medio de transporte de pasajeros y mercancías, más barato y rápido.

España llegó con retraso a esta revolución. Hasta 1855, solo había tres líneas en funcionamiento: Barcelona – Mataró, Madrid – Aranjuez y Gijón – Langreo. Sin embargo, durante el Bienio Progresista (1854 – 1856), se dio un impulso decisivo a la construcción del ferrocarril con la Ley de Ferrocarriles de 1855. Se creó una red radial en torno a Madrid, que dificultaba las comunicaciones entre las zonas más industrializadas. Esta red tenía un ancho de vía de 1.67 metros, mayor que el estándar europeo de 1.44 metros. La justificación oficial era que las máquinas debían ser más potentes para superar la difícil orografía española. Otra razón, menos explícita, era evitar que el ferrocarril pudiera ser utilizado por un ejército extranjero para facilitar la ocupación de la Península. Este ancho de vía diferente al europeo dificultó las comunicaciones ferroviarias con el resto del continente.

La construcción del ferrocarril se financió con capital público y privado (sobre todo francés). El Estado subvencionó la construcción con la condición de que las líneas férreas construidas pasaran a ser de propiedad estatal transcurridos 99 años. Esta inversión se convirtió en la más importante de España en el siglo XIX. El ritmo de construcción fue muy rápido a partir de 1856; en 1900, ya estaban en servicio 13,000 km.

Errores de Planeamiento y el Dilema Económico

El modelo ferroviario español tuvo dos grandes errores de planeamiento: el ancho de vía superior al europeo, que contribuyó a aislar la economía española de la europea, y el modelo de red radial, inadecuado en un país donde las zonas más industrializadas se encontraban en la periferia. Además, la limitada demanda existente hizo del ferrocarril un negocio poco lucrativo.

La economía española durante este periodo se enfrentó al gran dilema del proteccionismo o el librecambismo. El proteccionismo propugna la protección de la producción nacional frente al mercado exterior, mediante el establecimiento de altos impuestos aduaneros a las mercancías importadas, que en general eran más competitivas. Así, la producción nacional, de menor calidad y más cara, podría soportar la competencia exterior. Por el contrario, el librecambismo defiende la libertad de intercambios con bajos aranceles. El Estado debe garantizar la libre transacción de capitales y mercancías.

Durante el siglo XIX, España tuvo una economía con un nivel de protección arancelaria más alto que el entorno europeo. Resulta llamativo que en 1820, liberales progresistas lograran establecer un arancel muy restrictivo que seguía prohibiendo la importación de 675 tipos de mercancías. Posteriormente, las Cortes progresistas de 1841 (Regencia de Espartero) redujeron las prohibiciones. En 1849, una nueva ley rebajó aún más los aranceles. La polémica entre los dirigentes liberales fue continua y surgieron asociaciones defensoras de ambas posturas.

Mientras la burguesía moderada del textil catalán y los cultivadores de trigo del interior abogaban por un mercado reservado a la producción nacional, los progresistas y demócratas eran partidarios del librecambismo como forma de conseguir inversiones y tecnología y de poder acceder a capitales y bienes de equipo extranjeros. Solamente en breves periodos, como durante el Bienio Progresista, y limitado a sectores muy concretos, como fue el ferrocarril, se adoptaron criterios librecambistas. Tras la Revolución de 1868, el ministro Laureano Figuerola estableció un nuevo arancel que pretendía abrir la economía española al exterior como forma de promover el desarrollo económico. Este arancel establecía una desprotección selectiva, manteniendo una amplia protección para los productos agrarios y rebajando la de los productos industriales. El arancel de Figuerola no acabó de implantarse totalmente ante la resistencia de los grupos industriales catalanes y vascos y de los harineros castellanos. De hecho, una ley de 1875 paralizó su implantación. La crisis agraria de finales de siglo, especialmente grave en España, tuvo como respuesta el arancel muy proteccionista de Cánovas de 1891, y la economía española entró en una década de muy bajo crecimiento de la renta y un gran debilitamiento del sector exterior.

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