7.1. Imperio de Carlos V. Conflictos internos: Comunidades y Germanías
Las Coronas de Castilla y Aragón acabaron recayendo sobre Carlos de Gante, primogénito de Juana (hija de los RRCC) y Felipe el Hermoso (heredero de las posesiones de Borgoña). Con él se inició la casa de los Habsburgo. En 1516, Carlos I fue proclamado rey de Castilla y Aragón y un año más tarde dejó los Países Bajos para encargarse de estas posesiones en la Península. En 1515 ya había heredado el Franco Condado de su padre y al morir su abuelo, Maximiliano de Austria, obtiene Alemania, Austria y los derechos al título de emperador del Sacro Imperio.
A pesar de que sus territorios se hallaban dispersos dentro y fuera de Europa, Carlos I quiso restaurar el imperio cristiano en Occidente mediante una política integradora. Siempre mantuvo una corte itinerante y se trasladaba donde surgieran problemas. Al ser su ideal una monarquía universal y cristiana, los principales problemas de su reinado fueron con Francia y los turcos, y contra la expansión del protestantismo.
En 1519, dejó como regente en Castilla a Adriano de Utrecht, lo que causó un gran descontento generalizado. Toledo se alzó en 1520 y la siguieron varias comunidades, demandando el regreso del rey, la retirada de los extranjeros de cargos públicos y un mayor protagonismo de las Cortes. Los comuneros se organizaron en torno a la Junta Santa de Ávila con jefes militares como Juan Bravo o Pedro Maldonado y consiguieron tomar Tordesillas, donde ofrecieron la Corona a la reina Juana. El nombramiento del Almirante Enríquez y del Condestable Íñigo de Velasco como colaboradores de Adriano de Utrecht, privó a los comuneros del débil apoyo que obtenían de la nobleza y esto, junto con el rechazo de la Corona de Juana y el fortalecimiento de las fuerzas militares reales, propició la derrota del movimiento comunero antiseñorial en Villalar (abril 1521).
En territorios levantinos surge el movimiento de las Germanías (1519-1522). A las clases populares se les había permitido formar una milicia en caso de ataque berberisco pero, ante la emigración de los nobles en 1520 por una epidemia de peste, Adriano ordenó su disolución. Los artesanos se declararon en rebeldía y el movimiento se extendió por el resto del reino y las islas baleares. Protestaban por la crisis económica y pedían la reducción de los derechos de la nobleza. Tras la derrota de los comuneros, el ejército acabó con las Germanías y el emperador gravó con fuertes impuestos a las ciudades rebeldes.
El aplastamiento de los levantamientos antiseñoriales que supusieron las comunidades y las Germanías significó la alianza de la nobleza y la monarquía y la marginación de la burguesía.
7.2 La monarquía hispánica de Felipe II. La unidad Ibérica
En el año 1556, Felipe II toma el mando de la corona de los reinos hispánicos. Sus primeros años de reinado transcurrieron durante la guerra entre Francia y el Papado. Tras una situación de agotamiento, ambos países llegaron en 1559, a la paz de Cateau-Cambrésis, en la que los acuerdos territoriales se sumaron el matrimonio entre Felipe II e Isabel de Valois. En este contexto, surgieron varios problemas, siendo el primero de ellos la aparición de grupos luteranos en Sevilla y Valladolid, reprimidos por la Inquisición. El segundo problema fue la bancarrota de Hacienda en 1557. Más adelante se produjo la muerte del príncipe Carlos, como consecuencia de su aprisionamiento por mandato de su padre, al haberse enterado de que su hijo aspiraba en su contra. Ese mismo año estalló la rebelión de las Alpujarras, puesto que Felipe II decretó que los moriscos debían abandonar su lengua y tradiciones por tres años. El resultado de la sublevación fue la deportación de los moriscos, a cargo de Juan de Austria, hermanastro del rey. En 1578, al morir sin descendencia el rey de Portugal, Felipe II se presentó como candidato al trono, pero la candidatura española no era bien aceptada por las clases populares por lo que decidió invadir Portugal, liderado por el Duque de Alba. Las Cortes reconocieron a Felipe II como rey, realizada la anexión respetando totalmente las leyes. Felipe II tuvo que afrontar una grave crisis interna en el final de su reinado. Antonio Pérez, aprovechando su posición privilegiada en la Corte, engañó al monarca, traicionándole, que ordenó detenerle en 1579. El rey temía que revelase secretos de Estado. Antonio Pérez consiguió huir finalmente a Aragón, en el cual reinaba el malestar general. La Justicia Mayor le protestó, pero Felipe II no quedó conforme y acusó a Antonio de herejía, siendo enviado a la cárcel inquisitorial. Es entonces cuando estalló una rebelión en Aragón, concretamente en Zaragoza, durante la cual el virrey fue asesinado y Pérez devuelto a la prisión de Justicia. Se restauró el orden pero no se pudo evitar que Pérez huyera a Francia.
8.1 Los Austrias del XVII. Gobierno de validos y conflictos internos
La
Monarquía siguió teniendo un conjunto de reinos con instituciones y leyes
diferentes a las que se les unieron nuevas novedades. La principal fue la del
valido (personaje aristócrata en el cual el rey le entregaba las decisiones del
gobierno)
. La mayor parte de los validos intentaron gobernar al margen de los
Consejos compuestas por sus partidarios con el fin de agilizar la admón. y
evitar el control de los Consejos, aumentando así al corrupción. Los validos
fueron criticados, ya que las tareas del gobierno que el rey les dejaba eran
más difíciles y no mostraban capacidad de trabajo. La oposición a los validos
la encabezaron los letrados que formaban los Consejos y otros aristócratas.
Otra novedad fue la venta de cargos para conseguir dinero rápido en situaciones de emergencia. A pesar de que esto se utilizaba anteriormente, Felipe III comenzó a utilizarla de forma alarmante.
Felipe III era un rey indolente, despreocupado de la política y aficionado a las ceremonias y fiestas cortesanas. Desde el principio optó por confiar los asuntos del Estado al duque de Lerma quien no tenía experiencia de gobierno. La confianza del rey en su valido fue tan alta que llegó a dictar una instrucción para que todos los Consejos obedecieran las órdenes del duque como si fueran firmadas por él. La política exterior de reinado estuvo presidida por la pacificación. La guerra contra UK estaba bloqueada ya que nadie podía derrotar al enemigo firmándose así el Tratado de Londres (1604).
Frente a las Provincias Unidas, la monarquía hispánica obtuvo algunos éxitos importantes, pero no pudieron aprovecharse por la falta de fondos. Además, en el mar eran los holandeses quienes tenían la iniciativa. Finalmente se firmó la Tregua de los Doce Años (1609) que significaba en la práctica el reconocimiento diplomático del Estado holandés. La negociación había forzado el agotamiento de la Hacenda afectado a los precios, el comercio y finalmente acabando en bancarrota. Además, la paz permitió poner en marcha la expulsión de los moriscos, que estaba muy concentrada en los reinos de Aragón y Valencia. El aislamiento, el mantenimiento de sus costumbres, su crecimiento demográfico y las sospechas de contacto con los piratas fueron haciendo que incrementara el odio. Con la firma de la paz, se produjo una operación naval para transportar los moriscos al norte de África, acabando con repercusiones grabes ya que era una pérdida de mano de obra hábil y dócil.
Lerma mantuvo un apaciguamiento frente a los reinos aunque se le acusaba de usar el poder para promover sus intereses personales, haciendo que Felipe III le sustituyó por su hijo, el duque de Uceda, con poderes más recortados.
En 1621
Felipe IV fue proclamado rey a la muerte de su padre, entregándole el gobierno
al conde duque de Olivares.
Su programa político era simple: mantener la
herencia dinástica y la reputación de la monarquía. Para conseguir los recursos
necesarios, Olivares emprendió una reforma de la admón., como la del proyecto
de la Unión de Armas, que obligaba a los reinos a contribuir a la defensa de la
monarquía. Sin embargo, ese proyecto suscitó una fuerte resistencia de los
reinos, los cuales alegaban que sus fueros impedían el envío de soldados fuera
del territorio.
8.2 La crisis de 1640
A pocos días de convertirse en rey, Felipe II concluía la Tregua de los Doce Años, ni españoles ni holandeses querían renovarla. Se iniciaba así una guerra que se iría complicando y se extendería durante medio siglo. Durante los primeros años de guerra, los Habsburgo llevaron la iniciativa en Europa y consiguieron mantener el control. Las fuerzas de Felipe IV consiguieron una serie continuada de victorias. Sin embargo, la guerra cambió pronto de rumbo. Una nueva suspensión de pagos anunció la Corona, se produjo también la captura de la flota de la plata por la armada holandesa en Cuba y los holandeses atacan Flandes. Más tarde estalló un nuevo conflicto, la guerra de Mantua, entre Francia y España, por la herencia del ducado, en la cual España perdió humilladamente.
Se produjo la entrada de Suecia en la guerra a favor de los protestantes, Madrid estableció una alianza militar y derrotó a los suecos en Nördlingen. Pero su victoria decidió la entrada de Francia en la guerra, que no estaba dispuesto que tierras españolas bordearan la francesa. España fue derrotada definitivamente por los holandeses tras la derrota naval de las Dunas.
En 1640 se produce la quiebra de la monarquía con las rebeliones de Cataluña y Portugal. El clima de enfrentamiento fue grave en Cataluña. El día del Corpus Chisti entraron en Barcelona, y el motín terminó con el asesinato del virrey y la huida de las autoridades. En diciembre de 1640 estalla el levantamiento en Portugal, puesto que estas últimas llevaban muchos años aguantando la invasión holandesa en sus colonias.
Las derrotas en Cataluña y en Europa acabaron por decidir a Felipe VI a obligar a dimitir a Olivares de la Corte. Aunque se apoyó de un nuevo valido, Luis de Haro, Felipe IV llevó personalmente la acción del gobierno. En 1643 se producía la derrota de Rocoi, frente a las tropas holandesas y francesas. También estallaron rebeliones en Nápoles y Sicilia. En 1648, finalmente, los países en guerra acordaron el alto al fuego que se impuso en el congreso de Paz de Westfalia. En el acuerdo, Felipe IV reconoció la independencia de las Provincias Unidas.