La evolución de la población española tiene un ritmo lento de crecimiento. Es evidente la relación que existe entre crecimiento demográfico y modernización económica. La tasa de natalidad española era de las más altas de Europa, pero con una muy elevada mortalidad. La esperanza media de vida no llegaba a los 35 años. Esta situación era debida a tres causas principales: las crisis de subsistencia, bien por las malas cosechas o por la escasa producción; las epidemias, como la fiebre amarilla y el cólera; y las enfermedades endémicas, como la tuberculosis, viruela, sarampión, escarlatina y difteria. En España pervive en esta época un régimen demográfico antiguo puesto que en Europa el paso a un régimen moderno se daba al tiempo de la revolución industrial y de un crecimiento de la población urbana. Dado que en España la población urbana apenas representaba el 9% del total, los comportamientos demográficos tradicionales de la mayoritaria población rural explican la pervivencia de los rasgos característicos del régimen demográfico antiguo: altas tasas de natalidad y mortalidad, con un crecimiento lento. La revolución liberal burguesa supuso la transformación de la sociedad estamental en la actual sociedad de clases. La sociedad ya no se divide en estamentos cerrados con derechos y obligaciones diferentes, sino que todos los individuos son ciudadanos iguales ante la ley. El único criterio importante de división social es el económico, que permite clasificar a la población por su nivel de renta en clases altas, medias y bajas. Además, las clases sociales son abiertas, y el ascenso o descenso de una clase a otra viene determinado por los cambios en la situación económica del individuo. En las clases altas se encontraban la media y baja nobleza del Antiguo Régimen fundidas en las nuevas clases sociales correspondientes a su nivel de riqueza; la alta nobleza que conservó sus títulos, aunque con cartácter honorífico, sin privilegios, y se integró en los grupos dirigentes de la nueva sociedad en razón de sus propiedades territoriales y de sus negocios. La alta burguesía fue la nueva clase que emergió al beneficiarse con la compra de las tierras desamortizadas y con las inversiones en industrias y ferrocarriles. Se constituyó así una oligarquía terrateniente, industrial y financiera, resultado de la alianza, a veces incluso matrimonial, entre la vieja nobleza y la nueva burguesía propietaria. Las clases medias eran pequeños comerciantes y empresarios, funcionarios y profesionales liberales, y representaba el grupo más minoritario. Las clases bajas las formaban el campesinado y el proletariado urbano. El campesinado seguía siendo mayoritario, por el escaso desarrollo industrial. En el sur abundaban los jornaleros agrícolas, por el predominio de los latifundios. Estos fueron los grandes sacrificados de las reformas liberales, ya que no se reconocieron sus derechos sobre las tierras señoriales ni se les facilitó el acceso a las propiedades desamortizadas, por lo que apoyaron a algunos sectores a la causa carlista. El proletariado urbano, sobre todo en las zonas industriales, fue la nueva clase en aumento, nutrida por el éxodo rural. Las condiciones de vida de la clase obrera eran especialmente duras: jornadas superiores a las 12h, trabajo de mujeres y niños con menos salario, inseguridad laboral que acarreaba numerosos accidentes, falta de higiene en trabajo y viviendas; e inexistencia de todas las prestaciones asociadas al moderno Estado del bienestar (vacaciones pagadas, pensión de jubilación, baja por enfermedad, etc.). En cuanto a la situación del jornalero agrícola, era aún peor que la del obrero: salarios de hambre, paro estacional y carencia absoluta de tierra propia. Unos pretendieron huir del hambre emigrando a los centros industriales; otros optaron por soluciones desesperadas, como la ocupación violenta de tierras o el bandolerismo. Hasta 1868 el movimiento obrero español se limitó casi en exclusividad a Cataluña, con manifestaciones aisladas y violentas, como destrucciones de máquinas o el incendio de la fábrica El Vapor de Barcelona; o la creación de agrupaciones obreras para cubrir las necesidades básicas de sus asociados en caso de enfermedad, vejez o huelgas. En cuanto a las agitaciones campesinas, ocurrieron sobre todo en Andalucía, zona de latifundismo y de jornaleros agrícolas, y respondían casi siempre al mismo esquema: el hambre empujaba a la ocupación ilegal de tierras, pero el carácter localizado y la escasa organización del movimiento facilitaba la intervención militar y la represión. La Guardia Civil se creó para luchar contra estas prácticas y garantizar la propiedad y el orden en el medio rural. La Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) se fundó en Londres en 1864, con la intención de coordinar y aunar los esfuerzos de todos los trabajadores del mundo en su lucha contra el capitalismo. El manifiesto inaugural y los estatutos fueron elaborados por Marx. Pero, junto al pensamiento marxista, surgieron dentro de la Internacional otras posiciones ideológicas, entre las cuales destacaba la corriente anarquista, encabezada por Bakunin. En España, el reconocimiento de la libertad de asociación desde el comienzo del Sexenio permitió a las organizaciones obreras salir a la luz y expandirse. Bakunin envió a Giuseppe Fanelli a España para que organizara la sección española de la AIT, dentro de la corriente anarquista. Y creó dos secciones: una en Madrid y otra en Bcn. Al tiempo llegó a Madrid Paul Lafargue, yerno de Marx, para reconducir hacia el marxismo a los internacionalistas españoles. Lo consiguió con un pequeño grupo de la sección madrileña, que constituyó la Nueva Federación Madrileña, en la que estaba el tipógrafo Pablo Iglesias, futuro fundador del PSOE. Comenzó así la división del movimiento obrero español entre socialistas y anarquistas. Cuando se materializó la separación entre ambas corrientes en la Internacional, la Federación Regional Española de la AIT se adhirió a los planteamientos de Bakunin y rechazó los marxistas: se consolidó así el predominio de la corriente anarquista en el movimiento obrero español. La FRE, fiel a su apoliticismo anarquista, no quiso intervenir en las elecciones de la recientemente instaurada Primera República; sin embargo, con esta actitud se desaprovechó la oportunidad de poder establecer un vínculo entre la clase obrera y la República, algo que podría haber resultado muy beneficioso para ambas partes. Por último, el apoyo a la insurreción cantonalista y su posterior fracaso supuso la muerte de la Federación: tras el golpe de Estado de Pavía, la dictadura general de Serrano decretó la ilegalidad de la AIT y de las asociaciones obreras, que se extinguieron o pasaron a moverse en la clandestinidad.