El pacto entre la aristocracia y la burguesía: La liquidación de las bases del Antiguo Régimen
Para la sociedad del Antiguo Régimen, la tierra era fuente fundamental de producción, existiendo a fines del S. XVIII en muchos lugares el viejo régimen señorial como regulación general de explotación de la tierra.La propiedad de la tierra estaba distribuida en gran medida entre la Iglesia, las entidades paraeclesiásticas (hospicios, hospitales, universidades, Inquisición) y los municipios, en régimen de propiedad amortizada (es decir, no enajenable).También la Nobleza poseía grandes propiedades, frecuentemente constituidas en régimen de mayorazgo. Ello suponía una vinculación de tal naturaleza, que el titular del mayorazgo solo podía transmitir sus tierras mortis causa, con arreglo a un régimen sucesorio especial y necesitando la autorización de la Corona para tomar dinero a préstamo con garantía de sus tierras vinculadas o para cualquier decisión dispositiva sobre las mismas.Las tierras vinculadas en mayorazgo y las tierras amortizadas en manos de la Iglesia estaban fuera del comercio (no podían comprarse ni venderse con libertad), y como la suma de estas dos clases de propiedades constituían la gran mayoría de las existentes en España, se llegó a fines del S. XVIII, a una situación de escasez de tierras en el mercado.Debido a ello, comenzará a generalizarse la idea de poner dentro del mercado, tanto las tierras vinculadas como las amortizadas, lo que supondría la libre adquisición de estas tierras.
Tal sentimiento obedecía a dos factores
:
1
.
– El aumento de población a lo largo del S. XVIII, que produjo una mayor necesidad de productos agrarios, el consiguiente incremento de los precios, y en su consecuencia, hambre.
2.
– El hecho de que las tierras vinculadas y las amortizadas no siempre eran objeto de una explotación racional.
El régimen jurídico de la propiedad de la tierra va a ser transformado con arreglo al programa revolucionario de la Burguesía, por medio de una serie de disposiciones legislativas convergentes:1.
La abolición del régimen señorial, 2.La desvinculación de los mayorazgos3.La desamortización. \El propósito de estas medidas era convertir la tierra en mercancía libremente transmisible.
comercio (no podían comprarse ni venderse con libertad), y como la suma de estas dos clases de propiedades constituían la gran mayoría de las existentes en España, se llegó a fines del S. XVIII, a una situación de escasez de tierras en el mercado.Debido a ello, comenzará a generalizarse la idea de poner dentro del mercado, tanto las tierras vinculadas como las amortizadas, lo que supondría la libre adquisición de estas tierras.Tal sentimiento obedecía a dos factores
:
1.
– El aumento de población a lo largo del S. XVIII, que produjo una mayor necesidad de productos agrarios, el consiguiente incremento de los precios, y en su consecuencia, hambre.
2
– El hecho de que las tierras vinculadas y las amortizadas no siempre eran objeto de una explotación racional.El régimen jurídico de la propiedad de la tierra va a ser transformado con arreglo al programa revolucionario de la Burguesía, por medio de una serie de disposiciones legislativas convergentes:
1. La abolición del régimen señorial, 2.La desvinculación de los mayorazgos3.La desamortización. \El propósito de estas medidas era convertir la tierra en mercancía libremente transmisible.
La abolición del régimen señorial
A lo largo del S. XVIII, algunos ministros ilustrados iniciaron una política tendente a incorporar a la Corona algunos señoríos. Era el caso de aquellos cuyos propietarios no podían demostrar documentalmente los títulos jurídicos que les permitían disfrutar de sus derechos señoriales. El procedimiento de incorporación a la Corona fue por vía judicial, es decir, mediante una sentencia y no a través de una ley.
Este precedente, ilustrado y casuístico Por cuanto se realizaba individualmente), fue retomado por los liberales e incluido en su programa de reformas como un objetivo fundamental. Se llevó a cabo siempre en los periodos políticos liberales, en tres sucesivas etapas: durante las Cortes de Cádiz, durante el Trienio liberal y durante la minoría de edad de Isabel II, a través de tres leyes de gran importancia:·El Decreto de las Cortes de 6 de Agosto de 1811·La Ley de 3 de Mayo de 1823·La Ley de 26 de Agosto de 1837 \\En un señorío existían tres tipos de derechos favorables al señor: .
Uno
El dominio sobre la tierra.
Dos
Los derechos de carácter jurisdiccional: administrar justicia, nombrar oficiales para administrar las tierras señoriales en nombre del señor, percibir rentas, etc. Facultades todas ellas que habían sido otorgadas por la Corona siglos atrás a cada señor, o que al menos les habían sido toleradas. Para los liberales, estos derechos señoriales de contenido jurisdiccional eran dejaciones del poder del Estado a favor de los señores.
Tres
Había, finalmente, un conjunto de prestaciones a favor de los señores de difícil clasificación, que habían venido configurándose a lo largo de los siglos. Se trataba de privilegios tales como la caza, pesca, molino, fragua, hospedaje, etc., así como el ius maletractandi (un derecho practicado sobre todo en Cataluña y Aragón, que permitía al señor el mal trato sobre sus siervos).
El Decreto de 6 de Agosto de 1811 se propuso una doble finalidad: de una parte abolir todos los derechos de carácter jurisdiccional, que a partir de entonces quedaron incorporados a la Nación.
De otra, respetar los derechos reales de los señores (es decir, su dominio sobre la tierra), derechos que en adelante se identificarían con el concepto general del derecho de propiedad.
Quedaba por resolver el problema de las prestaciones señoriales. Los señores defendían éstas, alegando que se derivaban de obligaciones contractuales acordadas entre ellos o sus antepasados y los hombres de señorío.
El Decreto de 1811 declaró que las prestaciones que tuvieran su origen en un acuerdo libre, debían ser conservadas en aplicación del principio del derecho de propiedad. Dado que no era fácil determinar cuáles eran concretamente dichas prestaciones, la discusión hubo de resolverse a menudo individualmente, a través de sentencias judiciales.
La realidad es que los señores perdieron muchos de sus anteriores derechos, pero también quedaron fortalecidos en su poder sobre la tierra. En ninguno de los tres decretos (1811, 1823 y 1837) se intentó aprovechar la ocasión para realizar una redistribución de la propiedad a favor de los campesinos.
Martínez de la Rosa (un político liberal moderado) dijo en una ocasión: Hay que arrancar hasta la última raíz del feudalismo (referencia a los derechos jurisdiccionales) sin herir lo más mínimo el tronco de la propiedad.
El resultado último fue que la legislación abolicionista vino incluso a aumentar los derechos sobre la tierra de los antiguos señores, por cuanto, al no estar en muchos casos sus derechos reales suficientemente amparados en títulos jurídicos originarios, ahora, a través de estos decretos los señores se convirtieron en propietarios de pleno derecho, sustituyendo sus antiguos poderes señoriales por un derecho de propiedad.
La desvinculación de los mayorazgos
La cuestión relativa a la supresión de los mayorazgos fue tardíamente abordada en las Cortes de Cádiz. Se había fijado la discusión parlamentaria para el día 5 de Mayo de 1814 (es decir, un después del famoso decreto por el cual Fernando VII ponía fin a la obra de los doceañistas). Por ello, este tema quedaría sin solución hasta la siguiente etapa liberal. Concretamente, la Ley de 11 de Octubre de 1820 (derogada en 1823, y de nuevo declarada vigente por el Real Decreto de 30 de Agosto de 1836) declaraba en su artículo primero suprimidos todos los mayorazgos y cualesquiera otra especie de vinculaciones de bienes, los cuales quedaban así libres.
A pesar de este planteamiento general (que concedía la libertad a todos los bienes), solo se permitía a los titulares de bienes vinculados enajenar la mitad de los mismos durante su vida, debiendo transmitir la otra mitad a su sucesor (heredero), el cual podría ya disponer de ellos con plena libertad.
De este modo, la liberación se hacía en dos etapas, lo que sin duda obedecía al propósito de evitar un exceso de ventas, que haría disminuir el valor de los bienes desvinculados.
Además de esta ley de 1820, hubo otras de carácter complementario y de menor importancia. Durante el periodo desvinculador se habían llevado a cabo algunas enajenaciones poco claras, por lo que una nueva Ley de 19 de Agosto de 1841, al tiempo que declaraba la vigencia de todas las leyes desvinculadoras anteriores, concedía validez a las enajenaciones de bienes vinculados realizadas hasta entonces al amparo de la legislación desvinculadora.
La legislación desvinculadora no supuso necesariamente una transferencia de propiedades, ni vino a privar a los nobles de sus bienes. Al suprimirse la institución de los mayorazgos y liberalizar la disposición sobre los bienes hasta entonces vinculados, se permitía que tales bines se transmitieran o vendieran libremente, tanto inter vivos como mortis causa, pero no se produjo ninguna expropiación. Muy al contrario, todas estas propiedades (tierras o bienes inmuebles) quedaron automáticamente revalorizadas por el mero hecho de entrar en el mercado y ser de propiedad libre; y todavía más, sus propietarios pudieron negociar con estos bienes (pudieron por ejemplo tomar dinero a préstamo constituyendo garantía hipotecaria, posibilidad hasta entonces inexistente).
La desamortización
Por desamortización debe entenderse el proceso a través del cual una serie de fincas rústicas y urbanas pertenecientes a las manos muertas (paraeclesiásticas, eclesiásticas o municipales) fueron convertidas en bienes nacionales y vendidas después en pública subasta.
La desamortización comenzó tímidamente en tiempos de Carlos III, si bien, la primera etapa real de la desamortización tuvo lugar bajo el reinado de Carlos IV, entre los años 1798 y 1808. En dicha primera etapa se van a desamortizar los bienes de la disuelta Compañía de Jesús, de los seis Colegios Mayores universitarios y de diversos hospitales, hospicios y entidades semejantes (es decir, de entidades paraeclesiásticas). Ello se llevó a cabo a través de tres Reales Órdenes de 25 de Septiembre de 1798.
La finalidad de esta primera desamortización fue ingresar en la Hacienda Real una importante cantidad de dinero. El sistema fue nacionalizar los bienes, y después venderlos a compradores individuales.
La desamortización se justificaba por la penuria de la Hacienda Real, que no podía hacer frente a sus inmensas deudas solo a través de sus ingresos ordinarios. Se va a recurrir a esta enorme operación de venta con el fin de obtener ingresos líquidos.
Aunque durante las Cortes de Cádiz y el Trienio hubo disposiciones relativas a la desamortización, habrá que esperar hasta el periodo 1836-1841 para que se produzca la segunda gran operación desamortizadora, dirigida por Mendizábal. Se promulgarán dos disposiciones legales orientadas a desamortizar los bienes inmuebles de la Iglesia.
La primera es el Real Decreto de 19 de Febrero de 1836 y se refiere a la desamortización de los bienes del Clero regular (es decir, de las Órdenes religiosas -conventos-). Tales bienes quedaban convertidos en bienes nacionales y enajenados en venta pública y al mejor postor, el cual podía elegir entre pagar el precio de remate en dinero o en Títulos de Deuda computados por su valor nominal.
La segunda ley es la promulgada el 29 de Julio de 1837, y estuvo destinada a desamortizar los bienes del Clero secular (es decir, los bienes de la Iglesia), por los mismos procedimientos establecidos en el anterior decreto.
Los motivos que impulsaron a Mendizábal para llevar a cabo esta segunda operación desamortizadora fueron principalmente:
1.- Saldar parte de la deuda pública
2.- Sufragar los gastos de la primera guerra carlista (1833-39)
3.- Crear una masa de propietarios interesados en la causa liberal, pues sólo la victoria definitiva de los liberales y la conservación del poder político por ellos, podía garantizar a los propietarios adquirentes de los bienes desamortizados el mantenimiento de sus nuevas propiedades.
Por Ley de 29 de Julio de 1837 se declaró también la extinción de los diezmos que había de pagar la Iglesia. En compensación, se creó la entonces llamada contribución de culto y clero por la que la Hacienda estatal se comprometía a sufragar con cargo a sus ingresos los gastos del culto y del clero de la Iglesia católica.
Las medidas desamortizadoras de la Ley de 1837 no entraron en vigor de inmediato. En verano de 1840 sus preceptos desamortizadores fueron derogados, pero poco después, la Ley de Espartero de 2 de Septiembre de 1841 repuso la ley de Mendizábal, que a partir de entonces se aplicó con total eficacia.
La tercera etapa de la desamortización se produjo con la Ley de 1 de Mayo de 1855, con el entonces ministro de Hacienda Madoz. Esta fue la más general de las leyes desamortizadoras, pues mantuvo la vigencia de las enajenaciones hasta entonces convertidas en nacionales, y además declaró bienes nacionales los llamados bienes de Propios y Comunes de los Pueblos.
En conclusión, interesa destacar que de los tres mecanismos desarrollados para liquidar las bases del Antiguo Régimen, solo la desamortización implicó una transferencia de la propiedad.
Los beneficiados fueron:
1.- Quienes especularon con los bienes desamortizados.
2.- La burguesía (comerciantes, abogados, funcionarios, políticos del sistema…)
3.- En algunas comarcas, las clases medias rurales (hacendados y pequeños o medianos propietarios del Antiguo Régimen)
4.- La Nobleza y algunos compradores extranjeros.
Otro aspecto significativo es que entre los compradores no hubo prácticamente ninguno que no hubiera sido antes propietario, ni siquiera entre los campesinos que compraron, lo que da buena medida del fin burgués perseguido.
Por el contrario, la conversión de muchas fincas eclesiásticas en propiedades nuevas sometidas a un régimen de explotación libre, con contratos nuevos, perjudicó a la población campesina no propietaria, pues en muchas ocasiones elevó el precio de los arrendamientos de las tierras.
carácter jurisdiccional: administrar justicia, nombrar oficiales para administrar las tierras señoriales en nombre del señor, percibir rentas, etc. Facultades todas ellas que habían sido otorgadas por la Corona siglos atrás a cada señor, o que al menos les habían sido toleradas. Para los liberales, estos derechos señoriales de contenido jurisdiccional eran dejaciones del poder del Estado a favor de los señores.
Tres
Había, finalmente, un conjunto de prestaciones a favor de los señores de difícil clasificación, que habían venido configurándose a lo largo de los siglos. Se trataba de privilegios tales como la caza, pesca, molino, fragua, hospedaje, etc., así como el ius maletractandi (un derecho practicado sobre todo en Cataluña y Aragón, que permitía al señor el mal trato sobre sus siervos).
El Decreto de 6 de Agosto de 1811 se propuso una doble finalidad: de una parte abolir todos los derechos de carácter jurisdiccional, que a partir de entonces quedaron incorporados a la Nación.\De otra, respetar los derechos reales de los señores (es decir, su dominio sobre la tierra), derechos que en adelante se identificarían con el concepto general del derecho de propiedad.
en adelante se identificarían con el concepto general del derecho de propiedad.Quedaba por resolver el problema de las prestaciones señoriales.
Los señores defendían éstas, alegando que se derivaban de obligaciones contractuales acordadas entre ellos o sus antepasados y los hombres de señorío. El Decreto de 1811 declaró que las prestaciones que tuvieran su origen en un acuerdo libre, debían ser conservadas en aplicación del principio del derecho de propiedad. Dado que no era fácil determinar cuáles eran concretamente dichas prestaciones, la discusión hubo de resolverse a menudo individualmente, a través de sentencias judiciales. La realidad es que los señores perdieron muchos de sus anteriores derechos, pero también quedaron fortalecidos en su poder sobre la tierra. En ninguno de los tres decretos (1811, 1823 y 1837) se intentó aprovechar la ocasión para realizar una redistribución de la propiedad a favor de los campesinos.
Martínez de la Rosa (un político liberal moderado) dijo en una ocasión: Hay que arrancar hasta la última raíz del feudalismo (referencia a los derechos jurisdiccionales) sin herir lo más mínimo el tronco de la propiedad. El resultado último fue que la legislación abolicionista vino incluso a aumentar los derechos sobre la tierra de los antiguos señores, por cuanto, al no estar en muchos casos sus derechos reales suficientemente amparados en títulos jurídicos originarios, ahora, a través de estos decretos los señores se convirtieron en propietarios de pleno derecho, sustituyendo sus antiguos poderes señoriales por un derecho de propiedad.
La desvinculación de los mayorazgos
La cuestión relativa a la supresión de los mayorazgos fue tardíamente abordada en las Cortes de Cádiz. Se había fijado la discusión parlamentaria para el día 5 de Mayo de 1814 (es decir, un después del famoso decreto por el cual Fernando VII ponía fin a la obra de los doceañistas). Por ello, este tema quedaría sin solución hasta la siguiente etapa liberal. Concretamente, la Ley de 11 de Octubre de 1820 (derogada en 1823, y de nuevo declarada vigente por el Real Decreto de 30 de Agosto de 1836) declaraba en su artículo primero suprimidos todos los mayorazgos y cualesquiera otra especie de vinculaciones de bienes, los cuales quedaban así libres.
A pesar de este planteamiento general (que concedía la libertad a todos los bienes), solo se permitía a los titulares de bienes vinculados enajenar la mitad de los mismos durante su vida, debiendo transmitir la otra mitad a su sucesor (heredero), el cual podría ya disponer de ellos con plena libertad.
De este modo, la liberación se hacía en dos etapas, lo que sin duda obedecía al propósito de evitar un exceso de ventas, que haría disminuir el valor de los bienes desvinculados.
Además de esta ley de 1820, hubo otras de carácter complementario y de menor importancia. Durante el periodo desvinculador se habían llevado a cabo algunas enajenaciones poco claras, por lo que una nueva Ley de 19 de Agosto de 1841, al tiempo que declaraba la vigencia de todas las leyes desvinculadoras anteriores, concedía validez a las enajenaciones de bienes vinculados realizadas hasta entonces al amparo de la legislación desvinculadora.
La legislación desvinculadora no supuso necesariamente una transferencia de propiedades, ni vino a privar a los nobles de sus bienes. Al suprimirse la institución de los mayorazgos y liberalizar la disposición sobre los bienes hasta entonces vinculados, se permitía que tales bines se transmitieran o vendieran libremente, tanto inter vivos como mortis causa, pero no se produjo ninguna expropiación. Muy al contrario, todas estas propiedades (tierras o bienes inmuebles) quedaron automáticamente revalorizadas por el mero hecho de entrar en el mercado y ser de propiedad libre; y todavía más, sus propietarios pudieron negociar con estos bienes (pudieron por ejemplo tomar dinero a préstamo constituyendo garantía hipotecaria, posibilidad hasta entonces inexistente).
La desamortización
Por desamortización debe entenderse el proceso a través del cual una serie de fincas rústicas y urbanas pertenecientes a las manos muertas (paraeclesiásticas, eclesiásticas o municipales) fueron convertidas en bienes nacionales y vendidas después en pública subasta.
La desamortización comenzó tímidamente en tiempos de Carlos III, si bien, la primera etapa real de la desamortización tuvo lugar bajo el reinado de Carlos IV, entre los años 1798 y 1808. En dicha primera etapa se van a desamortizar los bienes de la disuelta Compañía de Jesús, de los seis Colegios Mayores universitarios y de diversos hospitales, hospicios y entidades semejantes (es decir, de entidades paraeclesiásticas). Ello se llevó a cabo a través de tres Reales Órdenes de 25 de Septiembre de 1798.
La finalidad de esta primera desamortización fue ingresar en la Hacienda Real una importante cantidad de dinero. El sistema fue nacionalizar los bienes, y después venderlos a compradores individuales.
La desamortización se justificaba por la penuria de la Hacienda Real, que no podía hacer frente a sus inmensas deudas solo a través de sus ingresos ordinarios. Se va a recurrir a esta enorme operación de venta con el fin de obtener ingresos líquidos.
Aunque durante las Cortes de Cádiz y el Trienio hubo disposiciones relativas a la desamortización, habrá que esperar hasta el periodo 1836-1841 para que se produzca la segunda gran operación desamortizadora, dirigida por Mendizábal. Se promulgarán dos disposiciones legales orientadas a desamortizar los bienes inmuebles de la Iglesia.
La primera es el Real Decreto de 19 de Febrero de 1836 y se refiere a la desamortización de los bienes del Clero regular (es decir, de las Órdenes religiosas -conventos-). Tales bienes quedaban convertidos en bienes nacionales y enajenados en venta pública y al mejor postor, el cual podía elegir entre pagar el precio de remate en dinero o en Títulos de Deuda computados por su valor nominal.
La segunda ley es la promulgada el 29 de Julio de 1837, y estuvo destinada a desamortizar los bienes del Clero secular (es decir, los bienes de la Iglesia), por los mismos procedimientos establecidos en el anterior decreto.
Los motivos que impulsaron a Mendizábal para llevar a cabo esta segunda operación desamortizadora fueron principalmente:
1.- Saldar parte de la deuda pública
2.- Sufragar los gastos de la primera guerra carlista (1833-39)
3.- Crear una masa de propietarios interesados en la causa liberal, pues sólo la victoria definitiva de los liberales y la conservación del poder político por ellos, podía garantizar a los propietarios adquirentes de los bienes desamortizados el mantenimiento de sus nuevas propiedades.
Por Ley de 29 de Julio de 1837 se declaró también la extinción de los diezmos que había de pagar la Iglesia. En compensación, se creó la entonces llamada contribución de culto y clero por la que la Hacienda estatal se comprometía a sufragar con cargo a sus ingresos los gastos del culto y del clero de la Iglesia católica.
Las medidas desamortizadoras de la Ley de 1837 no entraron en vigor de inmediato. En verano de 1840 sus preceptos desamortizadores fueron derogados, pero poco después, la Ley de Espartero de 2 de Septiembre de 1841 repuso la ley de Mendizábal, que a partir de entonces se aplicó con total eficacia.
La tercera etapa de la desamortización se produjo con la Ley de 1 de Mayo de 1855, con el entonces ministro de Hacienda Madoz. Esta fue la más general de las leyes desamortizadoras, pues mantuvo la vigencia de las enajenaciones hasta entonces convertidas en nacionales, y además declaró bienes nacionales los llamados bienes de Propios y Comunes de los Pueblos.
En conclusión, interesa destacar que de los tres mecanismos desarrollados para liquidar las bases del Antiguo Régimen, solo la desamortización implicó una transferencia de la propiedad.
Los beneficiados fueron:
1.- Quienes especularon con los bienes desamortizados.
2.- La burguesía (comerciantes, abogados, funcionarios, políticos del sistema…)
3.- En algunas comarcas, las clases medias rurales (hacendados y pequeños o medianos propietarios del Antiguo Régimen)
4.- La Nobleza y algunos compradores extranjeros.
Otro aspecto significativo es que entre los compradores no hubo prácticamente ninguno que no hubiera sido antes propietario, ni siquiera entre los campesinos que compraron, lo que da buena medida del fin burgués perseguido.
Por el contrario, la conversión de muchas fincas eclesiásticas en propiedades nuevas sometidas a un régimen de explotación libre, con contratos nuevos, perjudicó a la población campesina no propietaria, pues en muchas ocasiones elevó el precio de los arrendamientos de las tierras.
(referencia a los derechos jurisdiccionales) sin herir lo más mínimo el tronco de la propiedad. El resultado último fue que la legislación abolicionista vino incluso a aumentar los derechos sobre la tierra de los antiguos señores, por cuanto, al no estar en muchos casos sus derechos reales suficientemente amparados en títulos jurídicos originarios, ahora, a través de estos decretos los señores se convirtieron en propietarios de pleno derecho, sustituyendo sus antiguos poderes señoriales por un derecho de propiedad.