1.- Durante gran parte del Siglo XIX, en especial coincidiendo con la Regencia de Mª Cristina (Mendizábal, 1837), la Regencia de Espartero (1840-43) y el Bienio Progresista (1854-56), el Estado liberal pretendíó terminar con la estructura de propiedad heredada del Antiguo Régimen para convertirla en propiedad privada y permitir su venta en el mercado libre. Su propósito no era la reforma agraria (convertir en propietarios a los arrendatarios que las trabajaban), ni siquiera la mejora de la agricultura, sino simplemente fiscal: aumentar los ingresos para reducir la deuda pública, financiar las guerras carlistas y el ferrocarril. Para llevar a cabo esta difícil tarea, tomaron importantísimas decisiones, que sólo se comprenderán si partimos del análisis de la estructura de propiedad heredada del Antiguo Régimen, vigente a principios del XIX.
En un país, como el nuestro, de agricultura de subsistencia donde dominaba el sector primario dada la lentitud y debilidad de nuestro proceso industrial, la mayor parte de la población hacía depender su subsistencia de la actividad agraria. La propiedad de la tierra, sin embargo, en su mayoría pertenecía a los estamentos privilegiados (nobleza y clero) y a los ayuntamientos (bienes de “propios” y “comunes”) y no se podían enajenar (comprar o vender, “manos muertas”) al hallarse defendidas por mecanismos jurídicos tradicionales (mayorazgo, vinculaciones, propiedades comunales). La nobleza, tanto a través de los señoríos (territoriales o jurisdiccionales, según poseyeran la propiedad o sólo derechos tradicionales sobre el campesino cultivador) como de los mayorazgos (El patrimonio pasaba íntegro al primogénito, sin poderse vender, aunque sí acrecentarlo), acumuló un extensísimo patrimonio rústico y urbano vinculado a un linaje o casa señorial, estimado, en vísperas de las Cortes de Cádiz, en el 51% del territorio nacional cultivable. El clero, por su parte, además de percibir el diezmo (décima parte de la cosecha de sus colonos), poseía, vía donaciones, señoríos, órdenes militares y bienes amortizados (sin poderse vender), equivalentes al 17% de la superficie nacional cultivable. Los municipios, finalmente, disfrutaban de tierras, concedidas desde la Reconquista, aprovechadas comunalmente (montes, bosques, baldíos…, de los que obténían pastos, leña, madera…, gratuitos) o arrendadas a vecinos para su cultivo (bienes de “propios”).
Los tres colectivos impedían la explotación capitalista, burguesa, de grandes extensiones de tierras, excluidas del mercado libre. El resultado de esta situación no era otro que la infravaloración de todas aquellas tierras, sus bajísimos rendimientos (nadie invertía en ellas, manteniéndose con su tecnología rudimentaria), el perjuicio para el campesinado (sólo le proporcionaba trabajo estacional o sometido al pago de la renta, constituyendo una fuente de emigración) y, muy especialmente, para la Hacienda, ya que su condición privilegiada le exoneraba del pago de impuestos y no podía endurecer la fiscalidad sobre un campesinado mísero no propietario de las tierras que cultiva. El Estado, pues, era el más interesado en integrar todas esas tierras en el circuito comercial favoreciendo su venta a particulares, privatizándolas, en especial consolidando clases medias de campesinos propietarios, que pudieran aumentar sus rendimientos y modernizar sus técnicas, al tiempo que aseguraran al Estado mayores ingresos fiscales y apoyaran la consolidación del régimen liberal frente a la oposición presentada por los representantes del Antiguo Régimen.
2.-Los liberales destruirán esta injusta distribución de la propiedad aplicando las siguientes medidas básicas. La 1ª, la abolición del diezmo (1837), libró a los colonos del pago de esta renta, al tiempo que reducía los ingresos agrarios del clero. La 2ª, la desvinculación de los bienes de la nobleza, consistente en mantenerlos sus propiedades pero permitíéndoles su venta libremente (romper el vínculo con la casa señorial), no en expropiárselas, ya que los liberales fueron incapaces de erosionar la enorme propiedad de la nobleza, que sale indemne de todo el proceso. Este proceso se llevó a cabo en dos fases cronológicamente distintas: a) Abolición de los señoríos (de la nobleza, clero, órdenes militares y Corona): iniciada en Cádiz y concluida en 1837, consistíó en finalizar las relaciones feudales mantenidas entre “señores”/vasallos y convertir a sus poseedores en propietarios burgueses y plenos de dichas tierras; b) Supresión de mayorazgos: iniciada durante el trienio liberal (1820), finaliza en 1841; consistíó, sencillamente, en permitir a sus propietarios vender libremente su patrimonio. La 3ª, privatización de bienes de “propios” y “comunes” de los ayuntamientos (conocidos como repartimientos y cerramientos, 1813) y privatización de baldíos y realengos (1822), ambas operaciones legalizadas en 1834 y 1837 y que disminuían los ingresos de los ayuntamientos y los servicios que de ellos obténían los vecinos. Finalmente, la 4ª, incluía las desamortizaciones, que pasamos a analizar.