Política interior
La sofocación de los tumultos de 1766 y la expulsión de los jesuitas al año siguiente fueron una justificación parcial del absolutismo. El gobierno sobrevivió a la crisis y restableció el orden en toda España.
Pero Carlos III se vio obligado a prescindir de su principal ministro y la administración a reconocer la resistencia al cambio. En su búsqueda de un nuevo paladín, el rey eligió al conde de Aranda.
Con él, Carlos incorporaba a su gobierno a un ejecutivo duro y a un pseudorreformista, un hombre que podía restablecer el orden y la confianza, dar seguridad y frenar a la aristocracia y conservar una política moderada de cambio. La posición política de Aranda era ambigua. Por una parte, se oponía al antirreformismo extremo de muchos nobles, mientras que por otra, chocaba con el reformismo por su control de la política. No era, pues, fácil clasificar a Aranda y para la mayor parte de la gente, incluido el rey, era una persona con la que resultaba difícil relacionarse. Pero las facciones estaban divididas si no sobre la reforma al menos sobre una serie de cuestiones concretas y el conflicto se exacerbó por la crisis de las Malvinas de 1770, cuando el belicoso Aranda ridiculizó los esfuerzos diplomáticos de Grimaldi. Durante los dos años siguientes la tensión subió de tono en el seno del gobierno.
Grimaldi urgía a Carlos a que sustituyera a Aranda, que además de ser un elemento abrasivo en el gobierno había dejado de ser útil. El rey estuvo de acuerdo y en abril de 1773 Aranda fue nombrado embajador en Francia, partiendo hacia París en el mes de agosto.
A pesar de esta derrota, Aranda no abandonó la política española y continuó actuando contra Grimaldi. El fracaso de la expedición contra Argel proyectada por Grimaldi en 1775 fue aprovechado por Aranda, que puso a toda la nobleza en contra del secretario de Estado. Grimaldi, elocuente estadista, comprendió que estaba aislado políticamente y dimitió el 7 de noviembre de 1776, pero no sin antes disponer en al cargo a un personaje de confianza suya y del rey y contrario a Aranda, pues estaba en juego era la naturaleza del Estado borbónico. Carlos III, por recomendación de Grimaldi, descargó el trabajo y la responsabilidad sobre el conde de Floridablanca.
Nunca consejero alguno de Carlos III gozó de tanto favor. El rey consideraba que era el secretario de Estado más adecuado, y a partir de ese momento no intervino ya en los asuntos de Estado. Mientras Aranda y los aristócratas intrigaban, Floridablanca y su Junta de Estado gobernaron España. Su finalidad política era desarrollar el absolutismo y la centralización comenzada por los primeros Borbones.
Carlos III dejó el gobierno en manos de Floridablanca. A partir de 1776, el gobierno real dejó de ser personal y pasó a ser ministerial, continuando así durante los 16 años siguientes. La junta de Estado existió hasta la caída de Floridablanca en 1792. La concentración de poder fue acompañada de una mayor coordinación. Floridablanca instó a sus colegas ministeriales a reunirse más frecuentemente y en último extremo fue responsable de que, por decreto de 8 de julio de 1787, este gabinete, que se reuniría una vez a la semana en el despacho del secretario de Estado para discutir cualquiera y todos los asuntos de gobierno, aunque sin una agenda formal y unas normas estrictas, adquiriera un carácter más permanente y formal.
Respecto a las provincias, cabe destacar que Carlos III dio un nuevo impulso al sistema de intendentes: aumentaron la correspondencia y los informes y se multiplicaron las instrucciones. En ellas se les instaba a imponer una recaudación más estricta de los ingresos reales, a promover las obras públicas y a fomentar la agricultura y la industria. Los ministros de Madrid poco podían hacer sin conocer las condiciones reales en toda España y los intendentes tenían que girar visitas regulares a sus provincias y realizar informes anuales. Los intendentes eran los ojos y los oídos del gobierno en cuestiones de orden público y de seguridad, sobre todo en los momentos de crisis agraria y de empeoramiento de las condiciones sociales.
La última gran reforma de Carlos III fue el ejército. Como instrumento de guerra, el ejército español no inspiró inmediatamente la confianza del monarca, más después de la derrota en la Guerra de los Siete Años. En consecuencia, la política de rearme fue acompañada de la reforma militar, para la cual se tomó como modelo a Prusia. Para 1776 España contaba con un ejército moderno, pero mientras la organización y la táctica del ejército español estaban a un nivel europeo, el sistema de abastecimiento y de apoyo logístico era inferior. Así pues, el ejército español no estaba diseñado para participar en un conflicto importante. España, protegida por el pacto de familia, tenía pocos compromisos militares.
Respecto a la Armada, hay que decir que Carlos III heredó una marina relativamente fuerte, construida en su mayor parte en el contexto del programa de rearme de Ensenada. El programa de construcción naval continuó con fuerza entre 1766 y 1786. En 1790 el número de navíos de línea situó a la marina española en segundo lugar detrás de Inglaterra. Inglaterra protestó, pues una supuesta alianza de la marina española con la marina francesa resultaba más que amenazadora.
La marina española era un activo valioso para ser exhibido, protegido y, si era necesario, retirado de la circulación. En tiempo de paz, su misión era transportar el tesoro americano, patrullar las líneas marítimas y parecer amenazadora. La guerra determinaba una mayor discreción. En el pensamiento estratégico español, la mejor manera de utilizar la marina era no saliendo al mar. El gobierno español concedía tan gran valor a la marina que no se decidía a utilizarla; había costado demasiado como para arriesgarla en la guerra.