La guerra de la Independencia dio lugar a un nuevo Ejército que se inclinaba al liberalismo, cuya instauración se produjo como consecuencia de una cadena de pronunciamientos cuyo eslabón final es el de Riego: el principal problema era el del papel a jugar por un Ejército que, defendiendo la soberanía nacional, estuviese sometido a ésta y no la oprimiese; cómo puede verse en la pugna entre el jefe político y el capitán general, o en la extensión de la jurisdicción militar a los delitos políticos de la Ley Marcial de Abril de 1821.
Durante el trienio liberal, la necesidad de asentar el nuevo régimen establecíó un modelo de orden público que, desviándose de las pautas del modelo liberal británico, hizo más fuerte la incidencia del Ejercito en las materias de gobierno y orden interior y extendíó la jurisdicción militar al conocimiento de los delitos políticos cometidos por civiles (Ley Marcial, 1821), al mismo tiempo que se inauguraba la práctica de cubrir con militares órganos eminentemente civiles.
Durante la década ominosa se insinuó entonces una tímida tendencia a potenciar una Administración civil al margen del elemento militar (Superintendencia de Policía, Ministerio de Interior), pero se saldó con un fracaso y no implicó la desaparición de las carácterísticas consustanciales al Antiguo Régimen, al inclinarse más hacia la autoridad que hacia la libertad, de lo que fue una buena muestra el papel que desempeñó la jurisdicción de guerra.
Suavizada la depuración militar del inicio de la Década Ominosa por los aperturismos centristas surgidos en el seno del régimen, la crisis dinástica se orientó gracias a ello hacia el liberalismo y, potenciada por la guerra carlista, la elite militar fue la baza decisiva en la pugna entre moderados y progresistas.
La persistencia de la guerra carlista justificó la reiteración de medidas de excepción a través de declaraciones del estado de guerra: durante 1835-1838 este fue un expediente abusivamente utilizado, aun sin amenazas concretas del carlismo, siendo por ello evidente que el militarismo no era patrimonio exclusivo del moderantismo. En la regencia de Espartero la intervención militar en la política interna alcanzo limites antes impensados, y la ocupación de cargos políticos y administrativos por militares esparteritas estuvo a la orden del día.
Sobre ese trasfondo, en el que los militares eran la fuerza política de que carecían los civiles, se desplegó un régimen de generales como Espartero, Narváez, O’Donnell, y Prim, en el que cada cambio político fue el resultado de un pronunciamiento civil enmascarado en un acto de fuerza militar.
En la década moderada (1844-1854) la utilización de la Ley de 1821 confirma la continuidad de una concepción del orden público caracterizada por la restricción de la libertad y la amplitud de la jurisdicción militar, como se observa en el papel de la Guardia Civil es un ejemplo destacado. Esta supremacía militar en la política de orden público se mantuvo en el bienio progresista y en la posterior etapa de retorno al moderantismo (1856-1867), en la que una Ley de orden público (1867) sistematizó toda la normativa que se había venido gestando desde los inicios del régimen constitucional.
Los primeros años del sexenio suprimieron la posibilidad de que el Ejército fuera la expresión de realidades sociales que la ficción electoral no permitía reflejar: vinculados sus mandos a la Revolución del 68, era más bien la garantía del orden constitucional. Pero la proclamación de la I República le obligaría a una toma de posiciones, como colectividad, frente a un estado de cosas que repugnaba a su esencia: secesionismo, indisciplina y violencia social, que determinaron el golpe del general progresista Pavía.
La trayectoria anterior de la elite política del 68 impulsaba a afrontar los problemas de orden público con medidas de excepción en las que las instituciones militares tenían un alto protagonismo, del que el estado de guerra, la suspensión de las garantías constitucionales y la extensión de la jurisdicción militar eran la concreción más clara: en esa línea, la acción de Pavía (1874), la dictadura de Serrano y el golpe de Sagunto no podían extrañar.
Por la situación de las fuerzas en presencia, la restauración de la Monarquía, en la persona de Alfonso XII, era la salida histórica natural, precipitada por el golpe de Martínez Campos, en el que la opinión mayoritaria del Ejército se sintió reflejada. El clima civilista fue una tónica del Ejército de la Restauración. Cánovas, que entendía la Restauración como un proyecto de síntesis y consenso, estaba decidido a acabar con la imbricación del Ejercito en la vida política y con el monopolio del poder por los moderados. Colocado el monarca a la cabeza del Ejército, cuya cúpula había experimentado una profunda renovación generacional, esta alianza entre el trono y la milicia se convertía en la base del régimen y hacía imposible la intervención militar contra un sistema cuyo orden constitucional estaba garantizado por el Ejército.
Hasta el sexenio revolucionario, el militarismo consistía en la inserción de militares de alta graduación en el juego de los partidos políticos a causa de la esencial debilidad del sistema representativo, que llevaba a los grupos políticos a utilizar la fuerza militar para alcanzar sus objetivos. Después del 98 el poder militar suplanta ya claramente las atribuciones del poder civil a fin de imponer sus propios criterios como colectivo. Entre estos dos momentos, el periodo 1874-1906 es una etapa de verdadero civilismo porque el Ejército no decide los cambios políticos, sino que garantiza la legalidad legítimamente establecida.
Pero no se rechazaba la idea de utilizar al Ejército en lo relativo a la función policial, como se había plasmado en la Ley Constitutiva del Ejército de 1878. El sistema de orden público se basaba en una Administración policial militarizada y no profesionalizada que sistemáticamente debía dar paso al estado de guerra, en la utilización continuada de la Guardia Civil y en el conocimiento por la jurisdicción militar de los actos relacionados con esa faceta.
En la compleja crisis, centrada simbólicamente en el desastre de 1898, se diseña una ruptura del civilismo de la Restauración y se inicia la manifestación de un militarismo creciente como respuesta al agotamiento del sistema de partidos (Polavieja, Weyler) y como reacción defensiva, tanto ante la imputación de la responsabilidad por la derrota militar como ante los ataques de los sectores regionalistas, que ven en las Fuerzas Armadas la expresión de un Estado en el que no se reconocen. A partir de ahora el poder militar tenderá a suplantar al Estado, una situación muy diferente de la experimentada en la época isabelina, en la que el Estado no quede supeditado al Ejército como institución, aunque fuera el marco de intervenciones de sectores militares empujados por grupos políticos civiles.
La inadecuación de los mecanismos de orden público a las circunstancias de la sociedad española en el tránsito del Siglo XIX al XX, al abocar forzosamente a la constante utilización del estado de guerra, harán inoperante la política de neutralización del Ejército mediante la incorporación de sus jefes más influyentes al sistema de poder.