En la España del siglo XIX, el proceso de industrialización sufríó un notable retraso con
respecto a otros países europeos. Sin embargo, algunas zonas de la Península iniciaron desde
1830 el camino hacia la industria moderna.
Los factores que explican esta tardía industrialización son múltiples: el atraso agrario,
la escasa capacidad de compra y de demanda de productos industriales y ausencia de
excedentes de capital para invertir, la deficiente red viaria y la posición geográfica marginal
respecto a Europa, la escasez de materias primas y fuentes de energía, las carencias
tecnológicas, la inestabilidad política o la elevada Deuda Pública. Todo ello dificultó el proceso
industrializador del país.
No obstante, algunos focos como Cataluña y el País Vasco y sectores como industria
textil y siderurgia sí lograron desarrollarse. La industria textil catalana fue la primera en crecer,
iniciando su mecanización en 1830. Sin embargo, tuvo que hacer frente a dos limitaciones muy
importantes. Por una lado, la escasez de carbón para hacer funcionar las máquinas y por otro,
la debilidad del mercado español, con una demanda condicionada por la situación económica y
unos empresarios dependientes de las medidas proteccionistas del gobierno. El crecimiento
fue constante durante el Siglo XIX y el primer tercio del XX, tan sólo interrumpido durante la
Guerra de Secesión de Estados Unidos, cuando se produjo el “hambre de algodón”. Cabe decir
que las cantidades producidas fueron siempre muy pequeñas comparadas con las de otros
países europeos.
La siderurgia fue el sector que desde mediados del Siglo XIX, acompañó al textil en el
desarrollo de la industria moderna. Los primeros intentos de crear una industria siderúrgica se
dieron en Andalucía (Málaga) a partir de 1826. Pero esta primera tentativa fracasó por la
dificultad para adquirir carbón de coque, lo que elevaba los costes, provocando su decadencia
en la segunda mitad del XIX. A partir de entonces y entre 1869y 1880, Asturias se convirtió en
el centro siderúrgico. Su principal problema fue la escasa calidad y poder calorífico de la hulla
asturiana, lo que le haría perder con el tiempo su primacía frente a la industria siderúrgica
vasca. A partir de 1876 con la llegada del carbón de coque galés, de muy buena calidad, se
consolidó la industria siderúrgica del País Vasco. El mayor poder calorífico del combustible y su
precio más reducido comportó la consolidación de los altos hornos de Bilbao como centros
productores y exportadores de hierro y acero hacia Gran Bretaña.
En el resto del país y durante el último tercio del Siglo XIX, ciertos talleres comenzaron
a modernizarse y a crear una trama industrial, aunque de manera muy lenta y muy lejos de lo
que estaba sucediendo en otros países de Europa. Cabe destacar la industria agroalimentaria,
la tipográfica y editorial, el sector metalúrgico y químico o la industria del gas.
También en este periodo tuvo lugar la explotación masiva de yacimientos mineros en
el subsuelo español, que contaba con abundantes reservas del hierro, cobre, plomo, cinc,
Mercurio y carbón. La Ley de Minas de 1868, también denominada de Desamortización del
Subsuelo supuso la liberalización del sector. La explotación de los yacimientos tuvo escasos
efectos de arrastre sobre el conjunto de la economía española al ser explotados por
sociedades extranjeras de manera casi exclusiva y ser exportados en su inmensa mayoría.
En cuanto al desarrollo de los transportes, la implantación progresiva del ferrocarril en
la segunda mitad del Siglo XIX implicó la articulación de un mercado interno en crecimiento.
La red ferroviaria se inició en 1855, de forma más tardía y lenta que en otros países,
con la aprobación de la Ley General de Ferrocarriles. Anteriormente sólo funcionaban algunas
líneas, entre ellas la de Barcelona-Mataró (1848) y la de Madrid-Aranjuez (1851).
La construcción del ferrocarril en España se produjo en varias etapas. En la primera
gran expansión (1855-1866), se estructuró el trazado de la red (hacia Levante, Andalucía y la
frontera francesa) y estuvo marcada por la inversión extranjera. La segunda etapa fue la de la
crisis financiera (1866-1873), que supuso una paralización ante la evidencia de la escasa
rentabilidad que tenían las inversiones ferroviarias. Posteriormente se produjo una nueva
etapa constructiva (desde 1873), completándose el trazado de red que había quedado
paralizado.
La ley de 1855 fue el referente normativo de la construcción de la red y algunos de sus
aspectos condicionaron la historia económica de los cien años siguientes. En primer lugar, fijó
una estructura radial con centro en Madrid, dificultando las comunicaciones entre las zonas
más industriales y dinámicas. En segundo lugar, fijó un ancho de vía mayor que el de la
mayoría de líneas europeas, obstaculizando los intercambios con el resto de Europa. En tercer
lugar, la ley permitíó a las compañías extranjeras importar materiales libres de aranceles
aduaneros. Ésta ha sido considerada la oportunidad perdida para el desarrollo del mercado
interior, puesto que los materiales necesarios para la construcción fueron traídos del
extranjero y no adquiridos al sector siderúrgico o de maquinaria español.
A pesar de las limitaciones y despropósitos de la construcción, el ferrocarril resultó un
instrumento indispensable para dotar a España de un sistema de transporte masivo, barato y
rápido que pudiese favorecer el intercambio de personas y mercancías entre las distintas
regiones y aumentar el comercio interior.