Del Apoyo Católico al Carlismo a la Fundación de la Unión Católica
Tras el apoyo que parte de la jerarquía católica española había dado al carlismo, en 1881 se fundó la Unión Católica, liderada por Alejandro Pidal. Se trataba de un partido conservador y católico, diferenciado de los carlistas, pero crítico con los conservadores a los que acusaban de excesivas connivencias con el reformismo liberal.
Disidencias en el Liberalismo y Surgimiento de Nuevos Partidos
Los liberales también conocieron disidencias en su seno. En 1881, Segismundo Moret fundó el Partido Democrático Monárquico, al que se afiliaron hombres que habían sido adictos a la revolución de 1868, como Montero Ríos y Cristino Martos, quienes reivindicaban los principios democráticos de la Constitución de 1869. En 1882, el general Serrano creó otro grupo llamado Izquierda Dinástica. Sin embargo, nadie pudo desbancar a Sagasta del liderazgo de los liberales, y los nuevos partidos tuvieron escaso apoyo electoral.
Movimientos Regionales: Valencianismo, Aragonismo y Andalucismo
Valencianismo
Los movimientos de resurgimiento cultural se dieron también de manera incipiente en otras regiones como Valencia, Aragón, Andalucía e incluso Castilla. El más importante fue el movimiento valencianista, que nació como una corriente cultural de reivindicación de la lengua y la cultura propias y que en el siglo XIX tuvo en Teodoro Llorente y Constantí Llombart sus máximos representantes. Su nacimiento como movimiento organizado hay que situarlo a principios del siglo XX, con la creación de la organización Valencia Nova (1904), que promovió la primera Asamblea Regionalista Valenciana con la finalidad de comprometer a todos los partidos políticos en la creación de un proyecto valencianista.
Aragonesismo
El aragonesismo surgió en la segunda mitad del siglo XIX en el seno de una incipiente burguesía que impulsó la defensa del Derecho Civil aragonés, la reivindicación de valores culturales particularistas y la recuperación romántica de los orígenes del reino y de sus instituciones medievales. A esto se añadió el arraigo aragonés de Joaquín Costa, que reclamó insistentemente en sus escritos los derechos del mundo campesino aragonés. Hasta la Segunda República no aparecieron las primeras formulaciones políticas autonomistas de diferentes signos.
Andalucismo
El apóstol del andalucismo fue el notario Blas Infante, heredero de los movimientos republicanos y federalistas del siglo XIX. En 1916 fundó el primer Centro Andaluz en Sevilla, con la intención de ser un órgano expresivo de la realidad cultural y social de Andalucía. Más adelante, participó en la Asamblea Regionalista Andaluza celebrada en Ronda en 1918, que estableció las bases del particularismo andaluz y propuso la autonomía. Durante la Segunda República, el movimiento andalucista abordó por primera vez la redacción de un proyecto de Estatuto de Autonomía. Esta iniciativa logró escaso respaldo popular y tuvo que esperar hasta el fin del franquismo para encontrar un sentimiento andalucista con arraigo popular que defendiera la autonomía.
2.3 El Desarrollo del Turno de Partidos (1876-1898)
A lo largo del periodo que transcurrió entre 1876 y 1898, el turno de partidos funcionó con regularidad. Aunque la alternancia pasó por momentos difíciles, la crisis del sistema sobrevino como consecuencia del impacto del desastre de 1898, que erosionó a los políticos y a los partidos dinásticos.
El Partido Conservador se mantuvo en el gobierno desde 1875 hasta 1881, cuando Sagasta formó un primer gobierno liberal que introdujo el sufragio universal masculino para los comicios municipales (1882). En 1884, Cánovas volvió al poder, pero el temor de una posible desestabilización del sistema político tras la muerte del rey Alfonso XII (1885) impulsó un acuerdo entre conservadores y liberales: el llamado Pacto del Pardo. Su finalidad era dar apoyo a la regencia de María Cristina y garantizar la continuidad de la monarquía ante las fuertes presiones de carlistas y republicanos.
Bajo la regencia, el Partido Liberal gobernó más tiempo que el conservador. Durante el llamado «gobierno largo» de Sagasta, los liberales impulsaron una importante obra reformista para incorporar al sistema algunos derechos asociados a los ideales de la revolución de 1868. De este modo, se aprobó la Ley de Asociaciones (1887), que permitió la entrada en el juego político a las fuerzas opositoras; se abolió la esclavitud; se introdujo la celebración de juicios por jurados; se impulsó el nuevo Código Civil, y se llevaron a cabo reformas hacendísticas y militares.
Pero la reforma de mayor trascendencia fue, sin duda, la implantación del sufragio universal masculino en las elecciones generales (1890). El censo electoral se amplió de 800.000 hombres a cerca de 5.000.000, al tener derecho a voto todos los varones mayores de 25 años. Sin embargo, la universalización del sufragio quedó desvirtuada por la continuidad de los viejos mecanismos de fraude y corrupción electoral, que imposibilitaron una verdadera democratización del sistema.
En la última década del siglo se mantuvo el turno pacífico de partidos. Sin embargo, el personalismo del sistema deterioró a los partidos, que dependían excesivamente de la personalidad de sus líderes, provocando disidencias internas y la descomposición de ambos. En el Partido Liberal surgieron personajes como Gamazo y Maura, que provocaron la aparición de facciones y la desorganización del partido. En los conservadores, destacó la disidencia de los reformistas de Silvela.