Fernando VII había permanecido en Francia atento al desarrollo de los acontecimientos, pero alejado de los puntos de conflicto. Su restitución como rey de España, le obliga a volver a la nacíón, arruinada y exhausta después de la guerra. En el Tratado de Valençay se reconocía la integridad de España y se pedía benevolencia por los afrancesados. El plan de los liberales consistía en que Fernando VII firmara el documento cuanto antes, pero el monarca se salíó del itinerario fijado para escuchar las reclamaciones de todos los grupos y tantear sus posibilidades tras años de ausencia.
Pronto se da cuenta de que el ejército también está de su parte. Con todo, a partir de este momento, se restauran instituciones políticas, las relaciones con la Iglesia o los principios sociales que regían el Antiguo Régimen. Se aseguró además de depurar tanto el ejército como la administración central de la presencia de afrancesados. En España apenas hubo oposición social y Fernando VII en el fondo cree que ha obrado bien y que su manifiesto es del agrado del pueblo.
Esta vuelta al Antiguo Régimen fue muy drástica, llegando a anular alguna de las medidas ilustradas y reformistas de la época de su abuelo Carlos III, como la expulsión de los jesuitas. Se desató una feroz persecución de liberales y afrancesados, que alcanzó a figuras tan prestigiosas como Francisco de Goya y Leandro Fernández de Moratín. Los partidarios de la Constitución de Cádiz o liberales fueron duramente reprimidos durante la Restauración absolutista, lo que les forzó a refugiarse en las clandestinas sociedades secretas, como la Masonería, conspirando desde la clandestinidad para cambiar el régimen político de España. La falta de apoyo llevó a los liberales a confiar más en la acción del ejército, en el que se infiltraron, que en la sublevación popular como vía rápida para cambiar el sistema político de la nacíón.
Para solucionar el problema de las colonias americanas, Fernando VII organizó un poderoso ejército que se agrupó entre Cádiz y Sevilla para embarcar hacia América. Sin embargo, los militares liberales, encabezados por Rafael del Riego, se «pronunciaron» a favor de la Constitución de Cádiz el 1 de Enero de 1820 en la localidad andaluza de Cabezas de San Juan. Tras la aceptación por Fernando VII del triunfo de los sectores liberales, volvieron a entrar en vigor la Constitución de Cádiz y el resto de los decretos aprobados por las Cortes de 1812. Después de una etapa de predominio moderado, el fracaso de la conjura absolutista de Julio de 1822 llevó al mes siguiente al poder a los sectores liberales más radicales, de la mano de Evaristo San Miguel.
Esta alianza fomentó, a su vez, el anticlericalismo de los liberales más exaltados. El rey, ante el fracaso tanto de las guerrillas realistas del norte como de la conspiración absolutista de la Guardia Real, acudíó a la Santa Alianza, solicitando su intervención en España para aplastar al gobierno liberal.
En Abril de 1823 un ejército francés dirigido por el Duque de Angulema invadíó la península y en Septiembre Fernando VII volvíó a gobernar el país como rey absoluto. A la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, los absolutistas organizaron un ejército de 35.000 soldados que luchó, junto a los franceses, contra las tropas liberales.
Posteriormente nutrieron los cuerpos de los Voluntarios Realistas, milicia absolutista creada por Fernando VII que desconfiaba del ejército regular español, donde la presencia de elementos liberales era muy importante. Aunque los liberales se opusieron a los Cien Mil Hijos de San Luis, solamente pudieron resistirse de Abril a Septiembre de 1823, refugiándose de nuevo en Cádiz y siendo finalmente derrotados, después de lo cual fueron duramente reprimidos y perseguidos, a pesar de las promesas de clemencia del rey Fernando VII. El monarca confió en la antigua política ilustrada y reformista, entregando el poder a los llamados ilustrados fernandinos, como Tadeo Calomarde. Pero esta política también contó con la oposición de los absolutistas más radicales que, poco a poco, formaron una corriente política autónoma frente a la moderación de los gabinetes de Fernando VII, mientras aumentaba su confianza en su hermano Carlos.
Aunque había algunos precedentes , a partir de 1826 este distanciamiento con respecto a la política del monarca se tradujo en abierta oposición armada, con la aparición de nuevos movimientos guerrilleros en el norte de la península que desembocarán, en el año 1827, en la Guerra «dels Agraviats» o «Malcontents» que estalló en Cataluña y que fue aplastada sin contemplaciones por el rey. Además, en esta etapa del reinado de Fernando VII, las colonias americanas
conquistaron su independencia de la metrópoli española tras la batalla de Ayacucho, en 1824, que dejó reducido al Imperio español y convirtió al país en una potencia de segundo orden en el concierto mundial.
El final del reinado
El rey, se había casado tres veces, pero había llegado a la edad madura sin tener descendencia, por lo que parecía evidente que, careciendo de hijos el monarca, le sucedería su hermano Carlos, en quien confiaban cada vez más los partidarios del Antiguo Régimen opuestos a la política absolutista pero moderada del monarca. Pero Fernando VII decidíó casarse con su sobrina, María Cristina de Borbón, y al poco tiempo de celebrarse la boda, la reina quedó embarazada, dando a luz una niña, la princesa Isabel. El 29 de Marzo de 1830 el rey dictó la Pragmática Sanción, que abolía la Ley Sálica, concediendo la corona a su descendencia directa, fuese del sexo que fuese, y el 10 de Octubre de ese año nacía su hija Isabel. En 1832 el soberano cayó gravemente enfermo en La Granja y fue presionado para que anulase la Pragmática Sanción, pero, una vez repuesto, volvíó a deshacer lo dicho y la Pragmática Sanción volvíó a estar vigente.
En Septiembre de 1833 fallecíó Fernando VII, sin dejar resuelto el pleito sucesorio.
Se desata una Guerra Civil entre los partidarios de la regente María Cristina y los del hermano del fallecido rey, Carlos María Isidro, que llevó por nombre Primera Guerra Carlista. El programa carlista se resumía en el lema «Dios, Patria y Rey», al que más adelante añaden también «Fueros» y tuvo especial aceptación entre el clero regular y en zonas del País Vasco y Navarra donde el auge del liberalismo de carácter centralista amenazaba sus privilegios, así como en algunas zonas del interior de Cataluña y en el Maestrazgo. La guerra tuvo lugar de 1833 a 1840 y comienza con el autoproclamado «Carlos V» en el exilio. En una primera fase se plantea una guerra de guerrillas por parte de los carlistas, pero también aparecen generales destacados como Zumalacárregui.
Los esfuerzos del ejército liberal mientras tanto pasaban por contener a los carlistas en las provincias del norte, pero no podrían evitar que algunos generales realizasen incursiones por toda la Península. La principal de ellas sería la llamada Expedición Real de 1837 liderada por el propio don Carlos, cuyo regreso años antes había espoleado a sus partidarios. Las tropas carlistas alcanzarán Madrid, pero sin llegar a atacar la capital. Dos Carlos optó finalmente por retirarse, con la consiguiente pérdida de prestigio.
Tras años de guerra, comenzó a haber disensiones entre aquellos que se rendían y los que todavía resistían. El general
Espartero aprovecha esta división y finalmente consigue la rendición de los carlistas, simbolizada en el Abrazo de Vergara de 1839 con el general Maroto, con quien negocia la paz. Por este acuerdo, Espartero se comprometía a reconsiderar la posición liberal con respecto a los fueros y a permitir el alistamiento de carlistas en el Ejército Real. No todos los carlistas aprobaron este acuerdo, como Cabrera, quien se negó a rendirse y resistíó algún tiempo en el Maestrazgo.
Don Carlos de hecho consideró a Maroto un traidor, pero sin su ejército no podía continuar la guerra. A pesar de todo, las condiciones de paz fueron tan beneficiosas para los carlistas que, a pesar de la victoria liberal, no se sintieron derrotados. Además, dada su minoría de edad, su madre, la reina María Cristina de Borbón, fue nombrada regente con el título de Reina Gobernadora. En un primer momento, la Reina Gobernadora optó por el continuismo y mantuvo al frente del gobierno español a Cea Bermúdez, el último primer ministro de Fernando VII que, sorprendentemente, también fue designado por el pretendiente carlista para presidir su gobierno, prueba de su adscripción al absolutismo moderado.
Durante esta breve etapa de gobierno, Cea Bermúdez procuró mantener el sistema político que se había establecido durante la última época de Fernando VII, intentando llevar adelante, sin éxito, una política inmovilista, pero se vio desbordado por el estallido de la insurrección carlista y el descontento de los liberales. Para asegurarse entonces los apoyos necesarios para conservar el trono de su hija, en un primer momento del conflicto, nombró a Martínez de la Rosa, un liberal moderado, como presidente del gobierno. Este nuevo marco no sólo no recogía el principio liberal de que la soberanía residía en el pueblo, sino que además posibilitaba que ambas cámaras se llenasen de moderados. Esta situación será denunciada por los liberales más exaltados, quienes pronto comienzan a ejercer presión.
Su designación calmó a los liberales más exaltados y puso en marcha una serie de medidas revolucionarias. Finalmente, la cantidad adquirida por el Estado sirvió para sufragar los gastos de la guerra, pero la deuda pública continuó siendo muy elevada, de manera que se recurríó a financiación exterior. La regente de hecho no era partidaria de la desamortización, lo que forzó la salida del gobierno de Mendizábal del gobierno en favor de Istúriz, un liberal moderado, en Mayo de 1836. En los meses siguientes se planteó el desarme de las milicias, lo cual vino contestado con motines y pronunciamientos de los liberales exaltados.
Obligan a la regente a firmar la Constitución de 1812, por lo que el Estatuto Real de 1834 quedaba derogado y a formar un nuevo gobierno progresista, esta vez con Calatrava al frente del gobierno, pero de nuevo con Mendizábal como ministro de Hacienda. En Junio de 1837 se promulga una nueva Constitución, que en principio estaba ideada para que permitiera la alternancia de poder entre exaltados y moderados sin modificar todo el marco legislativo. Sobre todo se quería evitar que llegasen carlistas a las Cortes. En cuanto a las funciones de la Corona, se le
concedía además del poder ejecutivo, la facultad de vetar leyes de manera permanente, de disolver las Cortes y de formar un nuevo gobierno, en clara concesión a los moderados.
No obstante, los progresistas, gracias a su mayoría, consiguieron incluir artículos que entrañaban polémica con los moderados como la libertad de imprenta o la Milicia Nacional. Con todo, las primeras elecciones celebradas bajo este nuevo marco dieron, sin embargo, la victoria a los moderados y hasta 1840 se sucederán distintos gobiernos de este signo que en principio evidenciaban que la nueva Constitución era respetada por todos los liberales. No obstante, en 1839, con la guerra carlista prácticamente finalizada, salta un asunto candente a la escena política con la proposición de Ley de Ayuntamientos. Con esta ley, en principio, se pretendía evitar que llegasen al poder ediles de tendencia carlista, pero en el fondo se quería restar influencia a los liberales exaltados, quienes tenían más poder en las grandes ciudades.
Éstos últimos, acogíéndose a la Constitución, intentaron ejercer presión sobre la regente para que no sancionase la ley. En vistas de que era partidaria de la misma, se produjo un pronunciamiento con el apoyo del ejército y después de negociaciones, el héroe de guerra, el «pacificador de España», el general Baldomero Espartero asumíó el cargo de jefe de gobierno. Espartero, afín a los liberales exaltados, derogó la Ley de Ayuntamientos. No obstante, las posturas con respecto a su regencia fueron muy diversas, desde una encendida defensa a su figura hasta voces que planteaban la limitación de poderes de Espartero y el acceso de civiles a la regencia para compensar la fuerte influencia de los militares en las instituciones y en la vida pública.
Entre los problemas que tuvo que afrontar durante su regencia se encontró la oposición con los moderados. En 1841 se produjo un pronunciamiento de liberales moderados instigado y financiado por María Cristina desde el exilio. La actitud dictatorial de Espartero comenzó a inquietar tanto a los liberales moderados como a los propios exaltados, quienes se habían escindido entre los que permanecían leales y los que le retiraron su apoyo. Estos últimos, se unieron de manera coyuntural con los moderados y propiciaron un pronunciamiento en 1843 que pronto se extendíó por todo el país.
Finalmente, el general Narváez derrotó a los partidarios del regente y forzaron su exilio. El nuevo gobierno provisional, con Narváez al frente, esta vez en lugar de nombrar un nuevo regente, decretó la mayoría de edad de Isabel II, de manera que comenzó a reinar en Noviembre de 1843.
Tras la nefasta experiencia de la Regencia, tanto la de María Cristina como la de Espartero, el nuevo régimen moderado encabezado por el general Narváez decidíó acabar con la interinidad en la Jefatura del Estado y el 10 de Noviembre de 1843 reconocíó la mayoría de edad de la reina Isabel II, a pesar de que apenas tenía 13 años y todavía una escasa preparación política. Comienza así el reinado efectivo de Isabel II, que se extendería hasta su exilio en 1868. En este intervalo de tiempo se continúa la construcción del Estado liberal en España, reproducíéndose de nuevo los conflictos entre moderados y progresistas que habían caracterizado el periodo de regencias. El ya mencionado general Narváez sería la figura fundamental en este periodo, ejerciendo una notable influencia sobre la reina y presidiendo varios gabinetes de gobierno.
La gran mayoría de las medidas emprendidas en los primeros años del reinado efectivo de Isabel II fueron encaminadas a anular la legislación progresista anterior o al menos a rebajar algunas de sus pretensiones. Aunque el partido moderado no dio marcha atrás del todo en las desamortizaciones, sí mostró algunos signos de reconciliación con la Iglesia que cristalizarían más adelante con determinadas concesiones. Redacción de una nueva constitución de corte moderado, cuya discusión mostró las divisiones internas del moderantismo. Basada en el liberalismo más conservador, establecíó una soberanía compartida entre el rey y las Cortes, la unidad católica de España, el sufragio censitario y la supresión de la Milicia Nacional.
Este sistema estuvo vigente hasta 1870. Promulgación de una nueva ley de Hacienda , que simplificó el sistema tributario e intentó arreglar la deuda mediante la reducción de intereses. Bajo este nuevo acuerdo, la Iglesia renunciaba definitivamente a recuperar los bienes desamortizados a cambio de recibir una generosa subvención del Estado español. Se reconocía además la religión católica como la única de la nacíón española y se aceptó la inspección de la Iglesia sobre el sistema educativo para adecuarlo a la moral cristiana.
Al margen de estas disposiciones de corte moderado, el gobierno arreglaría la cuestión del matrimonio de la joven reina decantándose entre los distintos candidatos por Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz y primo carnal de
Isabel. El enlace produjo la reanudación del conflicto carlista. El año anterior, Carlos María Isidro había renunciado a sus derechos al trono en favor de su hijo, Carlos Luis de Borbón, conde de Montemolín. Esta estrategia perseguía el fin de facilitar la uníón de Carlos Luis e Isabel, hecho que jamás llegó a producirse debido en parte a la negativa del nuevo pretendiente a desempeñar únicamente el papel de rey consorte. Agotada la vía matrimonial, el autoproclamado Carlos VI llamó a las armas. El conflicto sería más corto que el anterior y tuvo una extensión geográfica aún menor, cobrando relevancia únicamente en áreas rurales de Cataluña, Valencia y Toledo. En paralelo al conflicto, en Febrero de 1848 una nueva revolución liberal estallaría en París. España, inmersa en el proceso de construcción del Estado liberal, no habría sido ajena a la sublevación. La mala organización y la dura represión emprendida por Narváez empujaron a su fracaso. Esta experiencia abriría un intenso debate interno dentro del Partido Progresista, que acabaría escindíéndose con la creación del Partido Demócrata en 1849. Los gobiernos posteriores no fueron capaces de frenar el descrédito del partido, lo que reforzó al Partido Progresista.
El Bienio Progresista –
La crisis de 1854 se inició por un conflicto entre el Senado y el gobierno y derivó en una sublevación militar y el retorno, por un breve espacio de tiempo, de los progresistas al poder. Con el pretexto de la inestabilidad política y de las continuas disputas entre los moderados, un grupo de militares se pronunció el 28 de Junio bajo el mando del general O’ Donnell. Tras la batalla, los sublevados se retiraron a Manzanares, donde el general progresista Serrano sugirió que el pronunciamiento tuviera un giro civil. En él se pedía una regeneración liberal con un régimen representativo, la supresión de la camarilla palaciega, mejoras en las leyes de imprenta y electoral, reducción de impuestos, nueva Milicia Nacional, descentralización municipal y unas Cortes Constituyentes.
En esencia, un programa propio del Partido Progresista. El triunfo de la revolución permitiría el regreso del exilio del general Baldomero Espartero, que se pondría al frente de la presidencia del gobierno, con O’Donnell como ministro de Defensa. La principal medida de gobierno durante este Bienio Progresista será la conocida como Desamortización de Pascual Madoz, que afectó esta vez además de a bienes de la Iglesia también y sobre todo a los bienes municipales de propiedad comunal. Se redactó además una nueva Constitución en 1856 que sustituyese al viejo texto moderado de 1845, pero nunca pudo entrar en vigor, pues antes de comenzar su período de vigencia el gobierno progresista fue derribado, por lo que se la conoce como Constitución non nata.
Tras un primer gobierno presidido por el general Leopoldo O’Donnell y otro, más conservador, encabezado por el general Ramón María Narváez, la nacíón volvíó a regirse por la Constitución moderada de 1845 y a renovar la vigencia del viejo régimen moderado, sin renunciar a atraerse a los progresistas. Para ello O’Donnell organizó la Uníón Liberal, un nuevo partido político que pretendía reunir a los sectores menos extremistas del liberalismo, fuese moderado o progresista, y acrecentar las bases sociales y políticas del régimen isabelino, favoreciendo la estabilidad. Desde 1863 hasta 1868 se sucedieron diversos gobiernos moderados, que aplicaban una política cada vez más conservadora que, con el general Narváez, se volvíó autoritaria y represora. Los escándalos de corrupción ya habían provocado la expulsión de la otrora regente María Cristina de Borbón durante el bienio progresista y ahora la reina era el blanco de las críticas.
Su vida privada, no siempre ejemplar, su abierta implicación en las luchas políticas de su reinado, siempre favoreciendo al partido moderado, y la creciente influencia religiosa en el entorno de la reina a través del Padre Claret y de Sor Patrocinio, son las causas principales del escaso crédito que Isabel II despertaba entre sus súbditos. En 1866 los progresistas intentaron en dos ocasiones derribar al gobierno moderado sin éxito. Tras estos fracasos, en Agosto de 1866 los progresistas y los demócratas firmaron un pacto en la localidad belga de Ostende, en el que acordaron actuar unidos para conseguir lo que ambos partidos más deseaban, es decir, el destronamiento de Isabel II, y decidieron posponer para más adelante la elaboración de un programa concreto de gobierno para España. Esta afectó a las clases trabajadoras en una España que estrenaba un capitalismo poco maduro aún y de cuyo desarrollo se había beneficiado buena parte de la clase política.
El general Prim vio en este clima un peligro de revolución social, que dirigirían los demócratas, por lo que optó por entrar en la conspiración
junto a otros militares progresistas. En 1867 la muerte de O’Donnell, que en Junio de 1865 había vuelto brevemente a presidir el gobierno para ganarse el apoyo de los progresistas al régimen isabelino, debilitó a la reina y puso a la cabeza de la Uníón Liberal al general Francisco Serrano, que se sumó al Pacto de progresistas y demócratas. Al año siguiente, 1868, fallecíó Ramón María Narváez, el último puntal de la monarquía de Isabel II. El 18 de Septiembre de 1868 el almirante Juan Bautista Topete sublevó en Cádiz a la armada española y se pronunció contra la reina Isabel II y su gobierno.
El gobierno moderado envió tropas leales a sofocar la revuelta, pero sus soldados fueron derrotados por la columna de militares y voluntarios que encabezaba el general Francisco Serrano en el puente de Alcolea, cerca de Córdoba, e Isabel II abandonó el país