Tartessos es conocida como la primera cultura protohistoria peninsular, extendiéndose por el sureste peninsular entre los siglos XIII y VI a.C, entre el final de la Edad del Bronce y la Edad del Hierro.
Pese a no contar con restos de ciudades, hay diversas referencias sobre su existencia en fuentes mitológicas, grecolatinas y bíblicas, así como testimonios que atestiguan su desarrollo económico y cultural; explotaciones de plata, oro y cobre, sistemas de escritura propia y una rica orfebrería presente en tesoros como los del Carambolo (Sevilla) y Aliseda (Cáceres). Tras un periodo de auge entre los siglos IX-VI a.C., Tartessos entró en decadencia, desapareciendo a finales del siglo sexto probablemente debido a la caída de la civilización fenicia y a la expansión cartaginesa.
En torno al siglo X a.C., los fenicios llegan a la península Ibérica en un proceso de expansión desde el Mediterráneo oriental, fundando diversas colonias en el litoral sur de la península, entre las que se encuentran Sexi, Abdra, Malaca, destacando la ciudad de Gadir. Desde estos enclaves coloniales desarrollarán un importante intercambio comercial y cultural con los pueblos prerromanos peninsulares, aportando elementos como la escritura, divinidades y rutas comerciales. La cultura fenicia será continuada en torno al año 500 a.C. por los cartagineses, quienes fundan nuevas colonias como Ebusus y Carthago Nova y potencian la exploración de la Península en su expansión mediterránea, aportando innovaciones como el arado o la vid. Los griegos llegaron a la península Ibérica en torno al siglo VIII a.C., fundando enclaves coloniales como Emporion y Rhodes, entre otras, tomando dichos enclaves como punto de partida de una intensa actividad comercial y cultural, difundiendo el uso de la moneda, el comercio y el alfabeto griego.
La romanización de la península Ibérica
Se entiende como romanización el proceso de expansión de la civilización romana, siguiendo los principios de conquista y aculturación. En el caso de la península Ibérica, es un proceso que se produce de forma paralela a la conquista del territorio entre los siglos II-I a.C., a lo largo de cuatro fases: la Segunda Guerra Púnica entre romanos y cartagineses (ocupación de Levante y Andalucía), la posterior expansión por el interior de Hispania, guerras contra celtíberos y lusitanos (193-133 a.C.), la tercera fase (133-29 a.C.) conquista del Noroeste, Gallaecia e Islas Baleares, y la última fase (29-19 a.C.) mediante la cual Augusto finaliza la conquista contra cántabros y astures, convirtiéndose en el primer emperador romano.
Como resultado de esta conquista, se asiste a un proceso de asimilación de los pueblos indígenas, sobre los que se impusieron la lengua latina, el derecho romano, la religión, las instituciones, formas de vida y organización económica del mundo romano, incorporando Hispania al Imperio Romano, quedando organizada en provincias (Tarraconense, Baetica, Lusitania, Carthaginensis y Gallaecia). También debe mencionarse la extensa red de calzadas esenciales para la organización y explotación del territorio y la fundación de importantes ciudades como Emérita Augusta (Mérida), Caesaraugusta (Zaragoza) o Tarraco (Tarragona), en las cuales se reproducirá la estructura administrativa municipal (curia y magistrados electos) y social romana de hombres libres (honestiores y humiliores) y esclavos. La implantación de este modelo permitirá la inclusión de la Península en el circuito comercial mediterráneo, asumiendo los modos de producción agrarios (trilogía mediterránea), mineros y artesanales romanos. A su vez, esta implantación romana permitirá el desarrollo de un importante legado artístico y arqueológico en la Península, como murallas (Lugo), puentes (Alcántara), acueductos (Segovia), teatros y anfiteatros (Mérida).
La monarquía visigoda: Leovigildo y Recaredo
La debilidad del Imperio romano a partir del siglo IV d.C. llevará a la penetración de diversos pueblos germánicos en gran parte de su territorio. En este contexto, irrumpen en Hispania suevos, vándalos y alanos, lo que propició que Roma firmara un pacto en el 418 con los visigodos para que estos penetraran en Hispania y expulsaran a los vándalos. Tras la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476, los visigodos fundaron un reino en el sur de la Galia con capital en Tolosa, hasta ser derrotados por los francos en la batalla de Vouillé en 507, por lo que reorganizaron su reino en la Península Ibérica y establecieron la capital en Toledo.
Para disponer de un control efectivo en la península, el reino visigodo se fundamenta en el derecho romano y las bases económicas, sociales y políticas del Bajo Imperio, llevando a cabo una división territorial administrativa y una estructuración social basada en la adscripción del campesinado a los territorios de un señor, incorporando instituciones propias como la monarquía electiva, el Aula Regia (gabinete consultivo de nobles) y la organización de los Concilios de Toledo (para la toma de decisiones político-religiosas). Todo ello se enmarca dentro de las aspiraciones de los monarcas por unificar el territorio y afirmar su autoridad.
En este contexto, Leovigildo (571-586) completó el dominio peninsular tras la derrota de los suevos y la incorporación de las posesiones bizantinas, intentando homogeneizar el reino permitiendo el matrimonio mixto entre visigodos e hispanorromanos y permitiendo el acceso de éstos a la administración. En el III Concilio de Toledo (589), Recaredo, hijo de Leovigildo, renuncia al arrianismo y adopta el catolicismo, dominante en la sociedad hispanorromana, consiguiendo así el control de la iglesia y la integración religiosa de visigodos e hispanorromanos.
Las progresivas luchas por el trono ocasionaron graves divisiones internas entre la nobleza visigoda, que llegan a su máximo exponente en el breve reinado de Don Rodrigo, propiciando la rápida conquista musulmana tras su derrota en la Batalla de Guadalete (711 d.C.).