Cánovas preparará la vuelta de los Borbones con el manifiesto de Sandhurst, modelo conciliador que perseguía la estabilidad política al dar cabida al máximo de posiciones y apartarlo de los pronunciamientos y orden social bajo un régimen conservador y católico, fundamentado en una soberanía compartida entre el rey y las Cortes. El golpe de Martínez Campos permitiría la llegada de Alfonso XII como nuevo rey.
Se hacía necesario un régimen que evitase la vinculación de la corona a un solo partido.
Para Cánovas el juego político se basa en el equilibrio de fuerzas contrapuestas; el contrapeso para la estabilidad y afianzamiento del régimen lo encuentra en Sagasta.
La oposición deja de ser un elemento revolucionario para pasar a ser una fuerza constructiva y se establece el turno organizado y pacífico de los dos partidos, el conservador que aglutina las fuerzas de la derecha y el liberal que concentra las de la izquierda.
Para Cánovas el juego político se basa en el equilibrio de fuerzas contrapuestas; el contrapeso para la estabilidad y afianzamiento del régimen lo encuentra en Sagasta.
La oposición deja de ser un elemento revolucionario para pasar a ser una fuerza constructiva y se establece el turno organizado y pacífico de los dos partidos, el conservador que aglutina las fuerzas de la derecha y el liberal que concentra las de la izquierda.
Quedan fuera del sistema, por la derecha los carlistas, que no admiten la dinastía restaurada, y por la izquierda un movimiento republicano muy débil y dividido que rechaza la monarquía como sistema de gobierno, los socialistas y los anarquistas. Comienza el turno pacífico de partidos. Son gobiernos de civiles sin la intervención militar en la vida política ni su intromisión en cuestiones de gobierno, propias del liberalismo isabelino.
Eran varios los problemas a resolver para lograr la aspirada pacificación, desde la herencia de las dos guerras, la carlista y la de Cuba, a la necesidad de limar las poco cordiales relaciones entre la Iglesia y el Estado. Los conflictos con los carlistas perdieron con un régimen católico su componente religioso y quedaron reducidos a un problema dinástico y, finalmente, se dio por terminada la guerra civil. La paz de Zanjón permitiría una tregua al problema cubano.
Como instrumento de integración política se promulga la Constitución de 1876. Las dos instituciones principales serían la Monarquía y las Cortes, que comparten la soberanía nacional. Se establece un sistema bicameral con un Senado compuesto por la nobleza, iglesia, ejército y altos cargos de la administración. El entendimiento con el Vaticano quedó plasmado en la confesionalidad del Estado, aunque como gesto conciliador hacia los progresistas se reconoce la tolerancia religiosa y la libertad de enseñanza. También existe una declaración de derechos, los cuales se consolidarán posteriormente en el período gubernamental liberal con la introducción del sufragio universal y la libertad de asociación. En definitiva, se trataba de afianzar el trono y la dinastía de Alfonso XII, restablecer un régimen constitucional y asegurar la libertad hermanándola con el orden. En las elecciones que deberían aprobar la nueva constitución se manifestó ya la España real con sus dos males esenciales, el caciquismo y el fraude electoral.
En esta etapa se consolida la sociedad clasista en sustitución de la estamental y se afianza la oligarquía y el caciquismo, un bloque de poder compuesto por la alta burguesía y los grandes propietarios terratenientes. El desplazamiento demográfico del campo a las ciudades y su concentración en las regiones más industrializadas acrecienta el problema social, ubicado especialmente en las grandes urbes. El proletariado toma conciencia de la situación real y está convencido de que su redención tiene que conseguirla con una revolución “desde abajo”. Se inician en España los primeros pasos organizados de la revuelta social, favorecidos por el internacionalismo obrero. Socialismo y anarquismo reclutan sus afiliados. La Restauración no supo resolver el problema social ni con la represión violenta ni con el paternalismo. Los problemas derivados del desempleo o la enfermedad no tuvieron una respuesta política y fueron delegados a la caridad y a la beneficencia. La conflictividad aumentó desde 1880 y aumentó a medida que fue avanzando la industrialización, siendo frecuentes los altercados de orden público. Así se iniciaba el problema de la “cuestión social” que no abandonaría la historia de España del siglo XX.
Nacerá en estos años otra constante perturbadora de la España del siglo XX: el problema de los nacionalismos, causado por la crisis política de los partidos tradicionales y del Estado centralista. Se formaron en lugares que tenían una personalidad histórica y cultural propia. A los sentimientos nacionalistas se unió la defensa de los intereses económicos frente al liberalismo. En el País Vasco, la abolición de sus fueros tras la guerra carlista favoreció el radicalismo.
En el ámbito de las relaciones internacionales, la decadencia española, que se ve reducida a pequeña potencia, culminará con el desastre del 98 en que pierde sus últimas colonias de Cuba y Filipinas. El impacto moral será aún más fuerte que el material. Un grupo de intelectuales, la llamada Generación del 98 abrió la crítica despiadada al régimen de la restauración. A esta crisis de conciencia seguirá un movimiento de reflexión: el regeneracionismo.
La asunción de la Corona por Alfonso XIII se hace en un ambiente de desprestigio de las Instituciones que pone de manifiesto la existencia de dos Españas: la real y la oficial, que caminan por caminos distintos. España entra en el siglo XX inmersa en problemas económicos, sociales, políticos e ideológicos. A los problemas ya existentes se suma la guerra de Marruecos. Tras la muerte de Cánovas y Sagasta se sucede una crisis política porque los dos partidos tradicionales se escinden en facciones personalistas que hacen que el mecanismo del turno ya no sea válido. Los intentos de reforma “desde arriba” fracasaron con el ostracismo de Maura y la muerte de Canalejas.
La I Guerra Mundial, a pesar de la neutralidad de España, tuvo repercusiones. Por una parte dará lugar a una temporal acumulación de capitales. pero por otra produjo un encarecimiento de la vida y un desequilibrio de salarios que exacerbó las tensiones sociales, estallando la crisis más profunda de la monarquía, la de 1917, en que Ejército (quejosos los militares por la pérdida de su poder adquisitivo y la política de ascensos), parlamentarios (reclaman una democratización de las instituciones vía Cortes Constituyentes) y sindicatos (huelga general) coinciden en oponerse al sistema, pero la diversidad de objetivos debilita la revuelta. Además, se hizo patente de qué manera un sistema político débil se veía obligado a recurrir al Ejército y a tolerar su presencia en terrenos en que ésta no debiera haberse producido. Tras la sacudida revolucionaria, los partidos tradicionales se descomponen y se ha de recurrir a gobiernos de concentración muy débiles. A esta crisis económica, social y política se une el desastre de Annual en el norte de Marruecos (una inexplicable pérdida de 10.000 vidas frente a unas fuerzas no regulares). Alfonso XIII está a punto de abdicar, pero, siguiendo el modelo de otros países europeos, se va a intentar un sistema autoritario: la dictadura de Primo de Rivera.